Corripio pide recuerdo eterno para su padre

Corripio pide recuerdo eterno para su padre

Panegírico del señor José Luis Corripio en el sepelio de los restos de su padre, Manuel Corripio García: “Estamos concluyendo estos actos que ponen término al largo camino terrenal de nuestro padre, dejando durante todo ese tiempo que estuvo entre nosotros una vida de bondad, de amor, de cariño y trayecto ejemplarizador.

Dios, a través de su Divina Providencia, por razones desconocidas para mí, me ha complacido siempre demasiado. Y, como sucede en estos casos, yo continuamente le pido cosas nuevas.

En el año 1973, el 4 de octubre, encontrándonos con la familia en España, recibimos la noticia de un grave infarto que le ocurrió a mi difunta madre, Sara, quien hoy se va a reunir con él físicamente aquí, en el panteón, pero que ya está reunida con nuestro amado padre. Al regreso, lo único que yo le pedí a Dios es que no se muriese antes de nosotros llegar aquí. Cuando llegué, y llegamos todos aquí, Dios nos complació.

Entonces yo cambié de opinión y le pedí que nos diera diez años más de vida con ella. Dios volvió a complacerme: me dio diez años. Cuando llegaron los diez años ya yo había cambiado de opinión; le pedí diez más y volvió a darme diez más.

Yo creí que ya Dios tenía olvidado lo que habíamos acordado y que me iba a dar muchísimos más y le pedí diez más. Me dio cinco más. Podría decir que no me complació pero de qué manera: veinticinco años más. Y yo que quería solo unas horas al principio.

Con papá sucedió lo mismo. Se operó en el año 1981, de una operación grave en el estómago, y creíamos que iba a fallecer. También le pedí una tregua, años más de vida, y me los dio. Y así sucesivamente… y ahora, en su grave enfermedad, le volví a pedir más y esta vez no me complació. Pero es que ya me había complacido por adelantado.

No sé qué méritos, méritos obviamente ninguno, pero qué razones habré tenido para que haya sido tan benigno conmigo. Me conformo con lo que él ha dispuesto.

En este momento se estila decir un panegírico sobre la persona que ha fallecido. No les voy a hacer muy larga su generosa paciencia. Todo lo que se podía decir, y quizás muchas cosas más que no se han dicho, tendrán que callarse: ya no es el momento para ello. Yo voy a resumir este panegírico de mi padre en pocas palabras: estamos enterrando a un hombre bueno, a un hombre bondadoso, generoso, cariñoso, amoroso con todos.

Él nunca necesitó saber, leyendo, lo que estaba bien y lo que estaba mal: eso lo llevaba dentro de su propia conciencia, le era muy fácil… y su ejemplo hace muy fácil cualquier panegírico. Son 96 años, 83 en este país -donde lo reconocieron como el inmigrante más antiguo vivo hasta hace unos días- fueron suficientes para conocerlo; él nunca tenía que explicar las cosas, cómo se hacían, ni decir qué no debía hacerse; él, en vez de escribir un libro, lo escribió con el ejemplo.

Cuando alguien no sabía una cosa, él lo hacía y lo explicaba haciéndolo; el que quisiera haber aprendido con él no tenía que ir a la universidad ni leer muchos libros: sólo tenía que verlo. Dedicado a sus antepasados, a su esposa amorosamente, a sus hijos, a nosotros, nietos, biznietos, a todos, estaba siempre dedicado a todos.

Preocupado, y esa era una de nuestras grandes preocupaciones, por no preocuparnos. Nunca sabíamos cuando él no se sentía bien porque nunca lo decía; había que tener mucha, mucha habilidad para descubrirlo. Todavía en los últimos días, estando ya en la clínica, los doctores le preguntaban que cómo se encontraba y él decía que bien. ¡Qué difícil, qué difícil!… y todo eso por no preocupar, por no preocupar a los demás.

Hoy por la mañana me dice una señora que estaba trabajando con él, dándole terapia en los brazos y en las piernas, que su primera y mayor preocupación cuando se dejaba atender se reflejaba en unas palabras que le repetía y que dijo desde el principio: quiero que trabaje con mi cuerpo para yo poner de nuevo a mi cuerpo a trabajar como antes. Asombroso, increíble a esa edad, a los 96 años.

Realmente estamos despidiendo a una persona excepcional, por su humildad, por todo. Hoy, cuando yo venía en el cortejo hacia este cementerio, cerré los ojos durante un rato. El chofer, nuestro chofer, pensaba que estaba durmiendo y me dijo de repente que ya estamos llegando. Le respondí »»no estoy durmiendo»» y, aunque no sentí un tirón de oreja, no sé por qué razón desconocida me vino a la mente algo; no sé si es que él me lo mandó a decir o me dijo él mismo desde el Cielo, donde se encuentra: se han excedido.

Sentí, por primera vez en todos estos días, ayer y hoy, como si nos hubiéramos excedido y estuviéramos ofendiendo su humildad, una humildad que nunca le abandonó jamás. Sin embargo, él me tiene que perdonar, nos tiene que perdonar, porque realmente es una necesidad que tenemos: la de rendirle este reconocimiento y este homenaje.

UN SEMBRADOR

El fue un sembrador. Pero no sembró hablando, sino ejemplarizando. Ya lo dijo ayer el padre Martín en la funeraria, cuando habló del jardín del cementerio. Yo sabía esa anécdota y esa situación. Sembró en todas partes: sembró con el espíritu y sembró con las manos; sembró en el trabajo y sembró en la tierra. Cuando yo nací, ese mismo día sembró un pino y de ahí en adelante si algo lo vi hacer fue sembrar, sembrar en todas las formas que se puede hacer en esta vida.

Sembraba en terreno propio y en terreno ajeno. Convertía campos yermos en jardines. Sembraba y sembraba árboles duraderos. Me da la impresión, aunque nunca lo dijo, que era una forma de permanecer siempre entre nosotros, a través de los árboles que él sembraba. Cuando cruzamos por última vez con él por el local donde trabajaba en la avenida John F. Kennedy, lo vimos lleno de palmas crecidas; palmas que él rápidamente sembró desde que pudo, como en una lucha contra el tiempo y sus propias fragilidades.

Sembró en la casa, él era el jardinero de la casa. Convertía terrenos de piedra en terrenos fértiles. En el cementerio, en todas partes donde iba, sembraba; no sólo sembraba en terrenos de él, sino en terrenos ajenos y muchos de los que están aquí lo saben. En este lugar, donde van a descansar sus restos, toda la jardinería fue construida por él. Venía constantemente, era su sitio permanente de visita. Venía a visitar a mamá, trabajaba días enteros, con auxiliares, sembrando.

Y cuando sembró aquí decidió sembrar en el cementerio entero, para todos. La entrada del cementerio la sembró también con sus propias manos. Sembró con su ejemplo, sembró con todo. Sembró en todas las formas que pudo hacerlo y eso lo hace excepcional. No voy a seguir hablando para que no me vuelva a decir que nos pasamos hablando de él; para no ofender su humildad.

No quiero concluir estas palabras sin darle las gracias, gracias totales, del alma; y permanentes, perennes, para siempre, a todos ustedes, los que nos han acompañado en estos momentos difíciles, aquí y fuera de aquí, presentes y ausentes. A todos los que se interesaron por su salud. A todos los que le querían y le quieren todavía. A los doctores que con tanto esmero cuidaron de su salud y que con tanto interés lo atendieron; al personal auxiliar de la Clínica Corazones Unidos, que durante seis semanas lo atendió con tanto cariño, tanta devoción; a todos los que, de una forma u otra, nos acompañaron durante todo este tiempo.

Y para ser justos no quiero omitir el cuido especial de una persona aquí presente, que es mi esposa Ana María. Ella lo cuidó, se dedicó a hacerlo feliz toda la vida que vivió con nosotros. No voy a hacer ningún elogio, sólo voy a citar un hecho real ocurrido a los pocos días de entrar en la clínica.

Cuando entró por primera vez en cuidados intensivos había una enfermera que no me conocía personalmente y me vio atendiéndolo en su lecho de enfermo y me dijo: la hija de su suegro estuvo aquí hace un momento. Confusiones como esas sólo son posibles cuando la gente no ve que quien atiende a una persona es otra cosa, no una hija o un hijo. Eso solamente es posible, esa confusión, cuando se ve tanto amor, tanta dedicación en la atención de una persona.

Gracias a todos ustedes, gracias en este día de hoy. Dios no me complació, la muerte no me complació llevándoselo. Tenemos todavía un desquite: no lo olvidemos nunca, no lo olvidemos nunca para que nunca muera; que esté feliz con sus antepasados y con nuestra madre, Sara; que descanse en paz y que Dios los bendiga a todos».  

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