Durante los cinco años y medio que duró el Gobierno de Horacio Vásquez, el país vivió en un ambiente democrático, respetuoso de las libertades públicas y la oposición disfrutó de garantías plenas. Sin embargo, la administración no fue pulcra en el manejo de los fondos del Estado, en torno a los cuales giró la corrupción, el derroche, el caos y la desorganización.
El presupuesto nacional se convirtió en cantera para la creación y mantenimiento de cargos innecesarios, tales como Secretarías sin Cartera, Subsecretarios postizos, inspectorias especiales, comisionados, asesores, etcétera. Los beneficiarios de estos puestos eran los amigos y seguidores del Presidente.
Estos empleos innecesarios fueron bautizados con el sobrenombre de botellas, y anteriormente se conocían con el mote de marmitas. Hoy día se identifican con el apelativo de nominillas.
Los colaboradores del Presidente, o mejor dicho la polilla palaciega, concertaba con Senadores y Diputados inescrupulosos la aprobación de proyectos millonarios para obras que nunca se ejecutaban, pero esos legisladores recibían un jugoso soborno por su identificación con esos proyectos, cuyas metas y alcances desconocían. Su único interés se concentraba en los mios.
En el ejercicio gubernamental Horacio dejaba hacer y dejaba pasar, y la característica de su Gobierno fue la corrupción, el derroche y el despilfarro. Los negocios deshonestos, las concesiones de trabajos innecesarios a cambio de comisiones lucrativas, la inescrupulosidad y el olvido de los intereses públicos en provecho de la fortuna personal se transformaron en normas administrativas, que el Presidente conocía pero que no controlaba.
Muchos fueron los funcionarios que se enriquecieron vertiginosamente, y pocas dependencias permanecieron al margen de la deshonestidad.
Para mantener el desorden administrativo y el festival en el uso de los recursos fue que la gente de Horacio se opuso militantemente a que el vicepresidente Federico Velásquez (1924-28) participara en las decisiones del Gobierno. Con toda seguridad que este ilustre estadista, dueño de una conducta vertical, no iba a permitir ningún tipo de corrupción.
En diciembre de 1924 se suscribió la convención dominico-americana, para sustituir la de 1907, y en tal virtud, el Gobierno quedó en libertad de contraer un nuevo préstamo por 10 millones de dólares, empréstito que creó un clima de bienestar artificial, que los seguidores de Horacio atribuyeron a la obra de gobierno genial de este hombre providencial.
Los programas oficiales que se ejecutaron con estos US$10.0 millones resultaron perjudiciales para los intereses nacionales, porque el trabajo realizado no correspondió debidamente con las inversiones dispuestas para tales fines. Más del 50 por ciento de los fondos se dilapidaron entre funcionarios y legisladores.
Mientras el festival de gastos proseguía, cada día era más evidente que el Presidente carecía de capacidad personal para desempeñar exitosamente el cargo y que era dominado por un grupo de ambiciosos, que se ocupaba de halagarlo y de elogiarlo de manera frenética, empalagándolo de agasajos, reconocimientos y honores factuos.
El planteamiento de la prolongación primero y la reelección después produjo una fuerte división en el horacismo y una marcada oposición de los seguidores de Velásquez, lo que se hizo más palpable cuando Horacio, por razones de salud, se marchó a los Estados Unidos.
La enfermedad del gobernante incentivó la lucha por el poder entre José Dolores Alfonseca, que había sustituido al vice Velásquez, y el Jefe del Ejército, el general Rafael L. Trujillo.
Cuando Horacio regresó quiso contrarrestar el desajuste político, pero sus deseos reeleccionistas generaron un movimiento llamado cívico que encabezó el Lic. Rafael Estrella Ureña, con el apoyo del Ejército. Así surgió el levantamiento armado de Santiago, que dio al traste con el gobierno de Vásquez, que renunció a principios de mayo de 1930.