La idea original era que el Estado protegería al individuo, el cual estaría dispuesto a ceder parte de sus libertades y derechos a cambio de esas seguridades y beneficios. El Leviatán, el ogro bueno (Hobbes), representaría esa maquinaria institucional, que monopoliza la fuerza represiva, el aparato del orden y la paz pública, que tendría como fin principal e inalienable viabilizar el camino a la convivencia colectiva.
Hasta ahí el invento lucía bien. Pero el pecado original de las diferencias de clase, de cultura y capacidades, también trajo consigo la ambición y la corrupción, que persiguen la acumulación de riqueza, poder y privilegios: la continuidad sin límites de individuos y grupos que pervierten el ideal administrativo, y aniquilan los propósitos de aún aquellos gobernantes que alguna vez pudieron haber pensado en hacer las cosas como Dios y la constitución mandan.
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Hubo épocas en que los medios de comunicación surtían efectos de consideración en el acompañamiento de los objetivos del Estado y sociedad. Hoy día, la enorme diversidad de las redes y la atomización de las audiencias producen una situación de indefinición de las voluntades individuales, y ni los partidos políticos ni los movimientos sociales tienen capacidad de canalizar los anhelos de la población.
El Gobierno presente ha estado mostrando, laboriosamente, una considerable vocación por lo moral y lo legal, y por el bien común. El progreso manifiesto de determinados renglones y sectores parecen a menudo el advenimiento soluciones promisorias, valiosas mejorías.
Sin embargo, algunos funcionarios parecen estar demasiado ocupados en tareas de reeditarse, salirse con las suyas; dejando poco espacio para administrar y gerenciar recursos correspondientes a sus cargos. Abundan, incluso, los que desenfadada y públicamente utilizan los bienes del procomún para cuidarse de lo que les pueda venir cuando alguna vez tengan que entregar el puesto.
Consecuentemente, la conducta permisiva y medalaganaria de los subalternos impreparados hace imposible que los funcionarios de primer nivel controlen a los subalternos; quienes a menudo, amparados en mafias gremio-militarista, desafían abiertamente el poder formal, sin que nadie intente dar explicación sobre habituales desplantes y sublevaciones contra poderes legalmente establecidos, cuya eficacia suele estar en duda.
El problema, pues, no es meramente si eligen de nuevo o reeligen; o si viene alguien nuevo aupado por lo viejo, o por cónclaves político-sociales no identificados.
Arribamos al momento en que la crítica social seria se ha hecho prácticamente inexistente o inoperante. La llamada oposición suele carecer de capacidad y calidad para hacerse escuchar y respetar. Su acción crítica suele ser débil, opaca, inoperante.
Tenemos un panorama de corrupción creativa y exitosa; con novedosos y audaces modos de operación y renovación, y de asociaciones entre élites y gentes audaces, que diseñan y crean nuevas formas de profundizar la corrupción; al punto que resulta difícil estar preparado emocionalmente para imaginarse cómo serán las cosas en los años venideros si seguimos el curso actual.
Tanto los que gobiernan como los opositores y ciudadanos comunes, debemos mirar el presente como la remesa de las “penúltimas” oportunidades de los dominicanos. Y de “lo dominicano”.