Corrupción y gobernabilidad

Corrupción y gobernabilidad

POR LEANDRO GUZMÁN
Los pesimistas y quienes han tratado siempre de justiciar la corrupción existente en la República Dominicana siempre han dicho que ese es «un problema mundial» que existe desde tiempos inmemoriales.

Sin dejar de reconocer esos argumentos, no por esas razones tiene uno que conformarse con aceptarlos como buenos y válidos, especialmente porque ese flagelo ha llegado a convertirse en la piedra angular de todos los escándalos y desgracias de nuestro país, con repercusiones negativas en el ámbito internacional que tocan las fibras más íntimas de la soberanía nacional.

En los últimos años hemos casi perdido nuestra capacidad de asombro ante tantos casos de corrupción, algunos de los cuales se olvidan porque surgen otros nuevos que opacan a los anteriores, en una cadena que parece que nunca terminará de desatarse.

Las campañas encaminadas a denunciar la corrupción, auspiciadas no solamente por las Iglesias de las diferentes denominaciones, sino además por reconocidas voces representativas de la opinión pública, parece que han caído en el vacío, pues no hay día que no se denuncien nuevos actos de corrupción.

Los períodos de transición presidencial son propicios para que se cometan esos tipos de violaciones a la ética y la ley, como queda demostrado por el robo de bienes públicos, las invasiones de tierras privadas, las ocupaciones de edificaciones a medio terminar construidas por el Estado, la venta alegre de propiedades inmobiliarias incautadas aun sin haberse fallos judiciales en los cuales están involucradas; y, para colmo, funcionarios de alto rango que han manejado fondos millonarios y que, ante el temor de que les revisen sus cuentas, apelan a cualquier argucia para lograr algún tipo de impunidad.

¿Qué sucede con nuestra Constitución? ¿Por qué los períodos de transición gubernamental tienen que ser tan largos? ¿Por qué un funcionario que maneje fondos de cualquier tipo, no obstante que sea una persona honrada, tiene que permanecer tres o cuatro años en el mismo puesto, situación que favorece la creación de «anillos» permanentes que fomentan la corruptela?

Otro aspecto es el de la declaratoria jurada de bienes. Se ha comprobado hasta la saciedad que incluso funcionarios que este 16 de agosto terminan su período, jamás cumplieron con ese requisito legal. Ellos pueden decir que salen millonarios del gobierno, porque cuando llegaron era millonarios. Nadie puede probarles lo contrario porque nunca jamás, al asumir el cargo, dijeron con pruebas a cuánto ascendía su patrimonio.

En ese sentido, una idea que posiblemente limite un poco ese enriquecimiento ilícito es que el presidente de la República, al nombrar a un funcionario, lo condicione a que primero haga su declaración jurada de bienes. Pero en nuestro país las cosas no funcionan así, sino que los funcionarios son nombrados generalmente en pago a trabajos políticos realizados a favor del presidente que ganó, razón por la cual no se averigüe nada.

Habrá quienes podrían ser perseguidos por estar vinculados a supuestos actos de corrupción, o aun más, estar bajo el fuego de un paredón moral como castigo que le impone la sociedad, pero lo más probable es que eso no le importe un carajo, puesto que tienen millones de pesos y dólares con los cuales podrían vivir holgadamente hasta el resto de sus días, incluyendo nietos y biznietos.

Esto simplemente quiere decir que la solución, no consiste solamente en denunciar la corrupción, sino tratar de proponer mecanismos efectivos para evitarla.

Se puede comenzar, para ampliar ideas anteriores, con la eliminación de ciertas trabas burocráticas en las oficinas públicas. Hay algunas de ellas donde para pagar un impuesto hay que ir a una ventanilla a comprar unos sellos, luego a otra a depositar el formulario, más tarde a una tercera para que lo firmen y finalmente a otra para que le otorguen una copia sellada. Finalmente, como parte de la odisea, hacer la fila de la caja para pagar. ¿Qué sentido tiene tanto papeleo?

Eso mismo sucede con el que va a sacar una licencia para legalizar un arma de fuego. Hay que llenar numerosos formularios, buscar las firmas de un juez de paz (que nunca está), la del oficial que revisa el arma, la del funcionario que las recibe, la del fiscal, la de un médico legista que levanta una certificación sobre el estado de salud del interesado, la del oficial de la policía que se queda con una copia, la del mayordomo que recibe los papeles y finalmente la del secretario de Interior y Policía, que es quien autoriza la expedición del documento.

Sin embargo, esto no significa que las penurias terminen ahí, puesto que después de todos esos trámites, que pueden durar dos o tres días, quizás más, entonces le dicen que tiene que volver dentro de un mes «a retratarse», para entregarle definitivamente la licencia, si es que tiene suerte y ese día la computadora no está fuera de servicio por un apagón.

¿Qué prospera entonces? La corrupción, porque ahí aparecen cientos de «agentes tributarios» que, gracias a «conexiones» complacientes, resuelven todo en un santiamén a base de dinero.

No cabe duda de que la inflación también es una fuente que provoca corrupción, porque en vista del deterioro moral prevaleciente, mucha gente «se la busca» con actividades que han sido descritas como «el picoteo», que no es más que una forma vernácula para estirar el salario, no siempre de manera que pueda considerarse justificada, sobre todo si ese «picoteo» está al margen de la ley.

La corrupción, pues, tiene muchas vertientes. Es como una serpiente de muchas cabezas a la que hay que tratar de eliminar, antes de que nos enrosque a todos. No olvidemos que ese problema también afecta la gobernabilidad. ¿Cómo se pierde la gobernabilidad de un país? Sencillamente, cuando surge el caos derivado de la corrupción, que irrita a todos los sectores sanos de la población, pero además cuando las mafias vinculadas a ella se infiltran en los Poderes del Estado, para dominarlos y hacer cuanto convenga a sus exclusivos intereses, siempre en perjuicio del pueblo. Así de simple.

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