Cortar pollos con tijeras

Cortar pollos con tijeras

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Apreciado amigo Ignaz Dientzenhofer: aviso recibo de la carta que me envía desde Praga con preciosos datos sobre la educación superior del doctor Goebbels. Espero resolver el enigma de la prohibición de reimprimir los ensayos de Heidegger acerca de Platón.

 Doy gracias a Dios casi todos los días por haber puesto en mi camino tantas personas capaces, comprensivas, cooperadoras. La ayuda que me han brindado me permite seguir adelante en la redacción del Memorial del siglo XX. Aquí no dispongo de archivos ni de bibliotecas que contengan la clase de información que necesito; sobre todo en relación con Europa.

Sin embargo, mis averiguaciones en Cuba compensan con creces esas carencias. Tengo testimonios directos de los comienzos de la revolución en Rusia. Con respecto a las Antillas no he terminado aún, pues las historias de estas islas están conectadas estrechamente.

No sé si ha oído usted la opinión de Albert Einstein sobre los prejuicios: «es más fácil desintegrar el átomo que desarraigar un prejuicio». Conocí este aforismo a través de un periodista de la isla de Santo Domingo. El famoso físico judío debió tener experiencias terribles en conexión con el antisemitismo. Los prejuicios contra los judíos continúan vivos, tanto en Europa como en América, a pesar de los campos de exterminio que Hitler construyó durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que los jóvenes aprenden entre los veinte y los treinta años, los deja marcados para siempre. Los radicales de izquierda son impermeables al razonamiento de los conservadores. Lo mismo ocurre con los extremistas de derecha. No hay manera de convencerles de que los socialistas son seres humanos. ¿Con qué recursos expresivos, dialécticos, literarios, puede intentarse la cura de los prejuicios políticos?

Ese periodista dominicano relata que en su país recibieron refugiados judíos en los años cuarenta. Él conoció a una mujer judía que estableció una venta de pollos en el mercado de la ciudad principal. Los pollos se vendían por piezas, como es usual: muslos, alas, pechugas. Para facilitar la tarea de separar las partes la mujer instaló unas tijeras de podar sobre la mesa de trabajo. Cortaba los pollos con limpieza y rapidez, gracias a esas tijeras atornilladas sobre un tablón. El público miraba las tijeras con temor supersticioso. Empezó a circular la historia de que se trataba de una mujer cruel, capaz de cortar la cabeza o los genitales a cualquier hombre. ¡Corta el pescuezo de un pollo de un solo golpe! ¡Se le ve la crueldad en la cara! Decían algunos parroquianos. Los compañeros de las carnicerías próximas, que vendían trozos de cerdo o de vaca, aducían en su defensa que era preciso cortar la carne para entregarla al consumidor. «Además, aquí todo el mundo mata los pollos retorciéndoles el cuello». ¿Qué es más cruel, el tijeretazo o el estrangulamiento?

La pobre mujer judía, víctima de los prejuicios de los nazis, expulsada de Europa por la guerra, volvió a sufrir en Santo Domingo a causa del método habitual de matar a los pollos. Crueldad por asfixia manual y crueldad por cercenamiento mecánico: dos formas opuestas de crueldad sostenidas por prejuicios; rurales y subdesarrollados los unos; urbanos e industriales los otros. La desdichada judía tuvo que abandonar el negocio de pollos para evitar el rechazo colectivo a «su indiscutible crueldad». Por fortuna, se asoció entonces con dos judíos alemanes expertos en la fabricación de queso y mantequilla. Alcanzó prosperidad en pocos años. El periodista dominicano cuenta: «cada vez que la mujer recordaba el asunto de las tijeras de cortar pollos rompía a llorar».

Agradezco sobre manera la amabilidad de informarme de la dirección de Panonia Vörösmarty en Hamburgo. La correspondencia para ella tarda meses en llegar; debe ir primero a Budapest y luego ser re-expedida a Alemania. ¡Muchas gracias! He podido atravesar gran parte de la isla en autobús. La Unidad de Investigación Social en la que laboro está en La Habana. Pero los documentos que examino ahora se encuentran en Santiago de Cuba, a un poco más de mil kilómetros de la capital. ¡A pesar de la revolución comunista, una zona del Caribe dominada por los prejuicios raciales! Es un lugar pobre, poblado principalmente por mulatos; la gente es atenta y amistosa. En un dos por tres los muchachos de la calle forman un conjunto musical. Con poquísimos instrumentos y ensayos mínimos «salen tocando admirablemente». Así dicen dos bayameses con los que converso diariamente. He comprobado que están en lo cierto. El ritmo de la música es maravilloso; logran fácilmente que la melodía sea pegajosa, que se expanda el regocijo y las ganas de bailar. Mujeres y hombres disfrutan igualmente de las maracas y de un instrumento para marcar el compás que llaman «los palitos». En Santiago existen muchos poetas. Casi todos difunden sus composiciones en una publicación oficial: «El caimán barbudo». Me han explicado que en Santiago hay «escritores radiales», esto es, que escriben guiones para los programas de radio. Uno de ellos produce lo que nosotros llamaríamos «vázlatok», esbozos de poemas que titula «Carreteles de palabras». Las palabras, atadas a un hilo, son envueltas o enrolladas en el carretel. Las pausas son nudos que sujetan las palabras para que no escapen del carretel. Creo que contienen algo político, oculto, que no logro descifrar. Gracias de nuevo por sus muchas atenciones. Ladislao Ubrique. Santiago de Cuba, 1993.

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