Cosas de la casa

Cosas de la casa

El miércoles en la noche, mientras pensaba seriamente en el artículo para esta columna, noté que la nevera había dejado de funcionar. Preocupado, puse la computadora a un lado y me fui a verificar qué en realidad había pasado.

Palpando con las manos, me pareció que las cosas se estaban calentando.

“A este paso, creo que en pocas horas todo se dañará”, pensé después de meter la cabeza y sentir la caldera.

Como mi esposa y yo vamos para treinta años de matrimonio, se comprenderá que no es algo moderno. Sin embargo, estamos muy agradecidos.

Pero el sábado ella encomendó a alguien hacerle una limpieza profunda al aparato. Al terminar, no funcionaba.

La moví al derecho y al revés, a diestra y siniestra y nada. Cuando ya me caían los goterones de sudor, se me ocurrió darle un golpe por dentro y me llevé la sorpresa de que arrancó.

Sin embargo, a mi esposa le extrañaba que los días pasaban y el aparato no pausaba como antes.
“Lo importante es que está trabajando”, le dije.

Me sentía tranquilo porque cada vez que la vigilaba, comprobaba que estaba bien.

Pero este miércoles, su silencio me volvió a preocupar.

Como tuve éxito la otra vez, no me entretuve adivinando. Cerré el puño y le di el golpecito. No funcionó.

Entonces opté por moverla, desconectarla y reconectarla. Todo fue inútil.

Pensando en los inconvenientes y en el enredo con un técnico, olvidé el artículo.
Verifiqué que no había un fusible dañado y que el sistema energético estaba funcionando.

Mientras permanecía callado y mirando el computador con su hoja en blanco, de pronto, escuché el ruido del viejo motor.

Fue entonces cuando, junto a la paz de espíritu, también me volvió la inspiración.

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