Cosette Alvarez – Asunto de hombres

Cosette Alvarez – Asunto de hombres

Leí en el libro «Child Sexual Abuse» de David Finkelhor que el abuso sexual a menores es un problema social y moral, un incalificable fenómeno sicológico con efectos a largo plazo, que debería constituir un desafío para los profesionales. Ya hace años escribí sobre la maternidad precoz, dando el abuso sexual como factor determinante de los embarazos de las púberes (aunque digamos que algunas son chiviricas, el primer abuso que cometemos contra ellas es no educarlas adecuadamente).

Según el libro citado en el párrafo anterior, los hombres (varones adultos) representan cerca del 95% de los perpetradores de abuso sexual a las niñas y el 80% de los perpetradores de abuso sexual a los niños. Entonces, tenemos que convenir en que el abuso sexual a los y las infantes es asunto de hombres.

Si quisiéramos ser comprensivos y perdonar a estos peculiares seres, podríamos admitir que son criados con un enfoque de interés sexual que los lleva a sacar el coito del contexto de una relación y, no conformes, se les inculcan patrones sexuales con parejas más jóvenes, preferiblemente «inferiores» a ellos.

Si fuéramos una sociedad moderna, desprejuiciada, podríamos atribuir la abominable práctica a una confusión moral sobre el sexo, partiendo de que la llamada revolución sexual se habría interpretado como una exhortación a que todo se permita. Y, probablemente, como nuestra Constitución dice que todo lo que no está prohibido está permitido, habrá que esperar a que las reformas constitucionales se encaminen en alguna dirección que favorezca la protección de los ciudadanos y ciudadanas y no única y exclusivamente los intereses politiqueros.

Como dije antes, la falta de instrucción también es un abuso. Deberíamos ir analizando los múltiples factores que nos sirvan de respuesta a preguntas tales como por qué una persona encuentra que relacionarse sexualmente con un/a infante es emocionalmente gratificante y congruente; por qué una persona es capaz de sentir excitación sexual con un/a menor mientras no lo logran por las formas aprobadas normativamente; por qué estas personas no se detienen ante las inhibiciones sociales convencionales.

Y ahora, más preguntas. En relación a la noticia publicada en El Nacional del 6 de abril firmada por Anselmo Silverio sobre el hecho de que en un solo hospital, en cuestión de diez días, cuarenta y dos adolescentes parieron, bien sabemos que esa cifra podemos multiplicarla por el número que más nos guste y como quiera quedamos cortos y seguimos sin estadísticas.

Dejando de lado mi estupor personal, no solamente por la cifra en sí sino por la absoluta falta de revuelo ante tan abrumadora realidad, quisiera saber dónde están y para qué existen nuestras extremadamente onerosas Secretarías de Estado, a saber, de la Juventud, de la Mujer, de Educación, de Salud; pero tampoco se han manifestado al respecto ni el sistema judicial, ni el poder legislativo, ni las agencias de desarrollo, ni las oenegés, ni la santa madre iglesia. Nada. Solamente la reseña de El Nacional.

O sea, no interesa el presente ni el futuro. Nos quedamos imperturbables ante el inminente peligro de que se marchite más de la mitad de nuestros jóvenes, las hembras, que ya no podrán volver a la escuela, ni mantener sus amistades, más todo aquello a lo que se verán expuestas en una sociedad como la nuestra para poder mantener a sus hijos, independientemente de que hayan quedado embarazadas por falta de educación sexual o por violación: repito que ambos casos son abusos, uno de parte de las instituciones y el otro de parte de un individuo.

¡Ah! Porque antes se creía que esto sólo se daba en los estratos más bajos de la sociedad debido a que de verdad el aislamiento social, político y económico es un factor de riesgo en el abuso sexual. Pero resulta que ese aislamiento nos arropó a todos por igual.

Nuestra indiferencia ante este tema es el mejor indicativo de que estamos podridos. No nos importan nuestros menores. No los educamos ni dejamos mucho menos exigimos que los eduquen, ni el sistema los educa ni nos obliga a educarlos. No los amparamos, ni dejamos mucho menos exigimos que los amparen, ni el sistema los ampara ni nos obliga a ampararlos. Parecería que nosotros, los padres y las madres, no encontráramos mejor forma de desentendernos de nuestras hijas que la lapidaria frase: «si eres grande para una cosa, tienes que serlo para la otra», al tiempo que callamos a quienes nos rodean con un solemne «ella no es la primera ni será la última», más «hay que tener hijos como sea». Como si no tuviéramos nada que ver con eso. Como si nos asistiera el derecho a sentirnos defraudados por una hija que no llenó nuestras expectativas.

¡Cuarenta y dos madres adolescentes en diez días en un solo hospital, y no pasa nada! Apenas un periodista, un periódico, un sector de la prensa cumple con su papel. Claro, al ser esto un asunto de hombres, la solidaridad, mejor dicho, complicidad, va primero. ¿Qué importa que esas jóvenes vean sus vidas truncadas? ¿Qué importa que traigan al mundo niños prematuros, débiles y con todos los riesgos que implica nacer de un vientre inmaduro, para ser criados con todas las limitaciones de una joven que no ha sido terminada de criar ella misma y que en la mayoría de los casos, aparte del injustificable desamparo estatal, recibirá los embates del desamparo familiar, social, y demás, quedando tildada de pecadora por la misma iglesia que le prohíbe evitar los embarazos o interrumpirlos, obligándola, sólo a ella, a cargar con el fruto de un pecado ajeno? Parece que los asuntos de hombres no son pecado, ni delito. Aleluya.

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