Cosette Alvarez – Remolinos de la mente

Cosette Alvarez – Remolinos de la mente

Otro día, quizás, les transcriba una interesante carta que me envió una dominicana residente en los Estados Unidos, en relación a mi artículo anterior, sobre su propia experiencia. Y otra, que agrega a lo planteado cómo el espectro de los partidos políticos ha llegado a separar a los dominicanos fuera del país. Hoy, les cuento que otra amiga que también lleva años en «los países del Norte» me había dicho que el último «guay» de la moda, lo más «in» o «trendy», como aparecería en cualquier reseña de Vanidades Continental, es hablar inglés con acento extranjero y ser bisexual, eso que en la República Dominicana entendemos como «de pilas y de corriente (eléctrica)».

Sin embargo, e independientemente de que tales modas lo sean, veo en la televisión algunos programas comentando sobre los metrosexuales. Les he prestado atención porque, de entrada, creí que se trataba de alguna medida que, si bien en lo personal no me seduce, podría resultar de interés a algunas de mis amigas.

Pues, no. Si entendí bien, un metrosexual es un hombre heterosexual que da curso a su lado femenino. Es decir, se cuida, se acicala. Se seca el pelo con «blower», se hace las uñas de las manos y los pies, en fin, dedica tiempo a su persona, a su ropa, a sus accesorios, como siempre se ha esperado que lo hagan las mujeres coquetas. Supongo que esto incluye a los que se mantienen en forma y a los que se tiñen el pelo, tengan canas o no.

Por supuesto, no tengo nada en contra. Con toda seguridad, debe ser más fácil convivir con un metrosexual, aun sabiendo que la medida no cuenta para nada, que con uno de ésos que ahora se denominan bipolares, que hasta hace poco se consideraban sociópatas y era menos difícil mandarlos al carajo o a la misma m…

Es que, cuando un problema de conducta pasa a la categoría de enfermedad mental controlable, no curable, a la mayoría de los padres o de las parejas, según el caso, les da mucha brega dejarlos porque no aguantan los remordimientos que les produce la sensación de abandonar a un indefenso.

No piensan en el riesgo que corren, el peligro para sus vidas. Es como si de alguna manera se contagiaran, no por el enfermo mismo, sino por quienes lo tratan directamente, como quien dice, no necesariamente honrando la verdad: «usted que lo dejó poner así (y/o lo gozó), cargue con él».

Son demasiadas las incidencias y reincidencias que tienen lugar antes de que una tragedia llegue a las páginas de los diarios. Demasiados los negocios quebrados, demasiadas propiedades perdidas, la vida diaria arruinada, hecha una miseria, cuando se convive con un bipolar.

Es increíble el poder de manipulación de estos seres, por lo general, muy inteligentes. Dado que tantos de ellos llegaron a esa condición por tratamientos para superar adicciones, como parte de esas terapias aprendieron a manifestar arrepentimiento, eso sí, después de haber destruido todo lo que encontraron en el medio y, claro está, haber devastado a las personas con quienes vive.

Todavía resulta mucho más increíble que, incluso en los países donde existe la protección a los ciudadanos, cuando ocurre algún estallido de crisis, muchas veces escándalos en los barrios o en los lugares públicos, los estamentos llamados a actuar, preguntan al enfermo, por tanto al causante del mal momento, si desea acompañarlos a recibir tratamiento. Si dice que no, ahí mismo se lo dejan. Si acaso se lo llevan, sea por consentimiento o por orden judicial, el internamiento en una unidad de intervención en crisis, si llega, no pasa de una semana. De ahí salen insoportables, culpando a quien permitió que lo internaran. Y a maltratar de nuevo.

El poderoso, férreo, esclavizante escudo de la bipolaridad permite a quien lo porta imponer sus discutibles criterios, pues se recomienda no llevarles la contraria. No pueden, ni deben, ni quieren trabajar, pero exigen cobertura a sus «necesidades», rara vez baratas. No saben otra cosa, solamente maltratar, aunque no se equivocan con cualquiera.

Ahora bien, siempre hay algo peor. Y, desde mi humilde punto de vista, no hay nada más insoportable que un ser humano arrepentido. De lo que sea: de fumar, de beber, de su filiación política, de su credo religioso, … Parecería que el hecho de haber abandonado cualquier vicio, costumbre o conducta lo redime a tal extremo que se puede dar el lujo de barrer el piso con los demás, humillarlos, hacer los sentir inferiores.

No se dan cuenta de que, en realidad, su autoestima es tan baja que no son capaces de entender que otras personas lo acepten y hasta lo quieran, entonces, deciden unilateralmente poner a los demás a lo que consideran su mismo nivel, o preferiblemente por debajo. Son retorcidos. Bueno, y escribo en masculino, no excluyendo a las mujeres de las condiciones antes expuestas, sino porque me niego a pasarme el artículo entero poniendo los dos géneros, lo que ocuparía muchísimo espacio y, de acuerdo a mi mejor criterio, hace bien desagradable la lectura. Me disculpan las feministas por el desuso de eso que llaman «lenguaje incluyente» y les ruego sentirse incluidas en esta entrega.

Termino preguntándome adónde irán a parar las relaciones interpersonales. Entre lo desastrosa que se está volviendo la convivencia entre los humanos y las cada vez más numerosas actividades, productivas y absolutamente improductivas, que conducen a la soledad y al silencio, el panorama no se vislumbra nada prometedor.

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