Cosette Alvarez – Vuelve el falso progreso

Cosette Alvarez – Vuelve el falso progreso

Esta vez, promete estrenarse con la construcción de un «subway», para acercarnos más a la idea sin personalidad del pequeño Nueva York. La verdad es que cualquiera se confunde, se asusta, con la mente de quien, teniendo la suerte de nacer y crecer en la ciudad primada de América, fantasea con la vorágine newyorkina al extremo de querer reproducirla e imponérsela a cuatro millones de habitantes.

Excúsenme de nuevo, pero el pomposo anuncio me ha creado una tal ansiedad que no se me ocurre más que repetir mis propios párrafos de hace unos años en «El arte de deshacer la ciudad».

Primero, la obsesión de Balaguer con las rotondas: las hacían, las rompían, las hacían otra vez. Luego la locura del PLD con los túneles y elevados. Parecería que nadie recordara en lo que se convirtió la vida de la capital mientras se construían. Quizás la parte buena del subterráneo termine siendo que no haga falta el frenesí bancario de aquellas ferias de vehículos nuevos y nos evitemos los estrepitosos resultados, especialmente las pesadillas en que se convierten las ofertas de carros usados, embargados que en demasiados casos terminan en vulgares estafas y el imposible de superar descrédito durante por lo menos dos años en la abominable, execrable e injustificable pantalla aquélla.

Hago un paréntesis aquí para contarles, a propósito de la pantalla, que una compañía extranjera, con la que mantuve un récord impecable cuando todavía se anunciaba «tan dominicana como tú», se encuentra ahora en capacidad )legal? de decidir que yo no califico para disponer de un servicio público como la comunicación telefónica residencial instalada porque, a pesar de que pagué mi tarjeta de crédito hasta el último centavo y algo más, todavía mis dos años de descrédito electrónico )legal? no han terminado. Prosigo.

Aunque sea cierta la necesidad brasileña de exportar capitales, esas inversiones se hacen con dinero nuestro, endeudándonos, por lo tanto esos inventos nos empobrecen porque el dinero que se compra hay que pagarlo. Como siempre explicaba Juan Bosch, el dinero es la mercancía que revenden los bancos, no precisamente para perder, ni siquiera empatar.

No hablemos del desperdicio incalculable de horas/hombre dado el caos del transporte. Al mismo tiempo quiebran no pocos negocios afectados directa o indirectamente por las demoliciones, la obstaculización temporal de accesos y un número bien grande de factores adversos.

Es mucha la ruina que producen esos antojos, esos caprichos, esas ideas luminosas de los tránsfugas del poder y sus aliados, que no se conforman con la suerte de haber llegado a él dos veces sin grandes esfuerzos y mucho menos méritos.

Es muy grave lo que significan esas remodelaciones en términos de la personalidad de una ciudad y del impacto en la conducta, en la actitud de sus habitantes. Se pierde el sentido de la ciudad como un lugar seguro para vivir y se nos pone en una situación muy frágil, vulnerable.

Así no se puede. No es posible que nos veamos obligados, a la fuerza, a vivir en una ciudad eternamente picoteada, que no tengamos derecho a llevar adelante nuestro plan de vida, que se nos conculque nuestra autonomía personal, nuestra libertad individual, con el único fin de que una o varias empresas privadas, en asociación con funcionarios públicos pagados por nosotros, se ganen una millonada. Más que un abuso, eso cae en la categoría de crimen urbano.

Eso produce en los ciudadanos, habitantes de pleno derecho, una urgencia de fuga, un deseo único, por demás innecesario e incorrecto, de largarse de aquí, incluso sin tener claro adónde y a qué. Eso lleva al suicidio, a procesos en la salud del cuerpo y la mente demasiadas veces irreversibles a la quiebra, a la mendicidad. Más que habitantes relacionados a un espacio, nos sentimos en un laberinto, en un «no lugar» anémico y amnésico.

Pero nada de eso cuenta a la hora de calcular los beneficios materiales para esas minorías tan ínfimas que hacen gárgaras con todo el dinero que se ganan mediante contratos «legales» de construcción. Nos saldrán caros los tinacos de Najayo.

Dejemos constancia de que sabemos que la ciudad es nuestra, de todos y de todas; que tenemos hijos e hijas a quien legársela en buen estado; que nuestros ancianos y nuestras ancianas tienen derecho a morir en paz, reconociendo las paredes, las calles y las referencias en las que han envejecido, en otras palabras, su historia.

Entre el paraíso y el infierno, la distancia es un solo paso, y hasta podría ser un resbalón, igual que otra cierta distancia. Las ciudades se originaron históricamente como lugares de encuentro permanente entre compradores y vendedores, que necesitan una alta interacción para producir e intercambiar sus bienes y servicios. Una actividad eficiente y satisfactoria ofrece un mercado laboral amplio, un comercio diversificado, pero también una vida cultural activa y grupos de interés variados e identificables, que permitan el pleno desarrollo de las oportunidades sociales. Dicen los expertos que uno de los tres grandes factores para garantizar la calidad de vida en las ciudades es evitar las inadecuadas decisiones entre ellas las construcciones inoportunas respecto a la planificación del uso del suelo en áreas urbanas.

Nada garantiza que el transporte subterráneo será menos desastroso que el (in)existente. Mantener la ciudad constantemente picoteada no aparece en ninguna parte como elemento de desarrollo. No se les ocurre una idea con perspectiva de implantación de valores humanos, como crear ludotecas para los niños y las niñas, ni espacios urbanos para los jóvenes, ni un programita fácil para que los ciudadanos y ciudadanas logremos sentirnos miembros reales de lo que queda de la capital, por tanto, previsibles, como Dios manda; ni el desarrollo de espacios públicos que fomenten la convivencia, ni siquiera un paso corto hacia la seguridad del peatón, ni un plan mínimo dirigido a la fauna urbana, mucho menos a la flora, con todo lo que se las dan de ecologistas.

Ni siquiera han pensado en regalarle un modesto cronómetro a Temístocles para que empiece a contar los seis meses que pidió hace años para resolver los apagones. Nada. Sólo un «subway», seguramente pagadero en «tokens», para producir otro insoportable síndrome de esclerosis urbana, para perturbar el normal desarrollo de la vida de los habitantes, para tener más ruido, más contaminación y constantes estremecimientos de tierra, para que tampoco carezcamos de vibraciones. )Optica de género? Gracias.

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