Costos indeseables

Costos indeseables

La realización de cualquier obra supone una cronología de trabajos y libramientos de fondos de un presupuesto destinado a la financiación del proyecto de que se trate.

Generalmente, los costos de las obras deben ser reajustados en función de los cambios, bruscos o graduales, que se manifiesten en los precios de materiales y servicios, el comportamiento de la economía y otros factores. Son reajustes que pueden definirse como normales, previsibles o riesgos calculados, y por tanto los costos extras vienen a resultar tolerables y financiables sin mayores sacrificios.

Sin embargo, cuando la realización de una obra sobrepasa con mucho el tiempo previsto para su realización, se producen escalamientos de costos que pueden llegar a representar una proporción muy alta de los costos calculados originalmente.

Un ejemplo de encarecimiento indeseable, en perjuicio del erario, lo tenemos en la construcción del edificio de la Suprema Corte de Justicia, cuyo costo originalmente era de RD$500 millones y una paralización de cuatro años en el cronograma de trabajos ha significado un costo extra de RD$300 millones.

Como el caso del edificio de la Suprema Corte de Justicia hay varios que han significado sacrificios económicos innecesarios. Eso ha estado ocurriendo con la ampliación de la Autopista Las Américas y la reparación del puente Juan Pablo Duarte, para solo citar dos ejemplos a la mano.

Se trata de costos extras injustificables, que perjudican el interés del Estado y que deben ser evitados.

Indefinición

En las postrimerías del 2004 no se tiene la más remota idea de algún tipo de solución institucional que haya sido diseñada para la profunda crisis de Haití.

Hace algún tiempo, Jan Egeland, el subsecretario general y coordinador de ayuda de emergencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), hizo un llamado a los países vecinos de Haití para que se prepararan para un nuevo flujo de braceros y refugiados haitianos. Por razones obvias, entendemos que hemos debido darnos por aludidos en primerísimo orden, aunque la abundancia en nuestras calles de mujeres pedigüeñas haitianas cargadas de hijos indica que, si nos dimos por aludidos, ninguna medida tomamos para contener ese flujo inmigratorio.

A pesar de la aparente calma, Haití es una especie de caldera hirviente con la válvula de seguridad atascada y cuyo estallido puede producirse en cualquier momento. No sólo no hay soluciones institucionales a la vista, sino que, además, los grupos en pugna, armados a más no poder, han afianzado sus posiciones de dominio, mientras el narco hace la otra parte del trabajo.

Las potencias «amigas» de Haití han mantenido sus fuerzas de intervención y se pensaba que a estas alturas habría por lo menos amagos de solución. Se ha hablado de convocar elecciones, pero esto no pasa de ser una ilusión que se desvanece por la vigencia de grupos armados a los que para nada les conviene una solución institucional, y entre los que tienen hegemonía los rebeldes que derrocaron a Jean Bertrand Aristide y quienes apuestan a su retorno. Si algo define la situación haitiana en estos momentos, epílogo del 2004, es precisamente la indefinición.

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