Nueva York ha sido una de las ciudades estadounidenses más afectadas por la pandemia de nuevo coronavirus.
Naciste en la tercera noche del toque de queda y en el tercer mes de confinamiento por el covid-19; llegaste al mundo mientras, a nuestro alrededor, se desencadenaba una historia épica.
Cuando tu madre se puso de parto, los helicópteros de la policía volaban sobre nuestro edificio de apartamentos.
La partera fue interrogada por agentes de policía en la puerta de casa.
Y cuando miramos por la ventana, poco después de tu nacimiento, un convoy de patrullas de Nueva York se lanzaba por el puente de Brooklyn hacia las torres de la parte baja de Manhattan con luces intermitentes azul y escarlata.
Todos los días durante la siguiente semana una columna de manifestantes hacía el mismo recorrido a través del puente.
Decenas de miles de ellos gritaban el mantra del movimiento Black Lives Matter (“Las vidas de las personas negras importan”).
Diste tus primeras bocanadas de aire mientras manifestantes en todo Estados Unidos coreaban “I can’t breathe” (No puedo respirar).
Optamos por un parto en casa porque naciste en un momento en el que la gente tenía miedo a los hospitales.
Pero en las noches previas, cuando las carreteras estaban obstruidas por manifestantes y la policía antidisturbios formaba barricadas humanas en los puentes y las avenidas importantes a pocas cuadras de nuestra casa, temimos que nuestra partera pudiera tener dificultades para llegar.
O que las rutas a las salas de emergencia más cercanas estuvieran cortadas.
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Forzadas a hibernar por un ataque viral que mató a más de 17.000 neoyorquinos, distintas partes de la ciudad quedaron paralizadas por las protestas.
Tanto tu madre como yo sufrimos de coronavirus, una enfermedad de la que nunca habíamos oído hablar cuando empezó este fatídico año.
E incluso en el útero pudiste haber sentido las violentas convulsiones del cuerpo de tu madre.
Escuchar los ataques de tos que la dejaron sin aliento.
Tal vez incluso sentiste su miedo atroz a ser hospitalizada.
Bien pudiste entonces haber sido consciente de nuestro elevado estado de ansiedad.
Tras meses viviendo en la ciudad más afectada del país más afectado nos habíamos acostumbrado.
Tus hermanos mayores te dirán que tu papá es un «preocupón».
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Pero, por desgracia, la maldición de ser un corresponsal extranjero es haber sido testigo de muchos de los peores escenarios.
A la hora de dormir, durante semanas, leí visualizaciones de nacimiento a tu mamá: palabras relajantes y casi hipnóticas diseñadas para consolar nuestras mentes ansiosas.
Pero la historia de tu nacimiento parecía más bien extraída de las páginas de la novela The year of living dangerously (“El año que vivimos peligrosamente).
Y, trágicamente, en eso se había convertido 2020.
Por lo general, los padres lloran de alegría la primera vez que ven a su recién nacido.
Para nosotros, las lágrimas vinieron con un torrente de alivio.
Tu llegada sana y salva marcó la revocación de meses de asedio mental; un respiro tras noches de insomnio de estrés pretraumático.
Si el contagio explica el uso de las mascarillas, la cuarentena y las felicitaciones a través de pantallas, ¿qué explicaba esas protestas?
La columna de manifestantes afuera de nuestra ventana se volvió tan regular como tus horas de lactancia.
Los cánticos casi ahogaban tus gritos.
Lo que pasó es que, en medio de la pandemia, un video se hizo viral.
Mostraba a un hombre negro, George Floyd, asfixiado bajo la rodilla de un policía blanco.
Una muerte que duró casi nueve minutos.
Un acto presuntamente homicida que llegó a personificar cómo los afroamericanos han sido sometidos y asfixiados por un racismo sistémico.
La furia se extendió rápidamente.
Esta fue la protesta racial más amplia desde el verano de mi nacimiento, en 1968.
Estados Unidos se encontró enfrentando tres convulsiones simultáneas: una crisis de salud que afectó desproporcionadamente a las personas de color, un impacto económico que afectó desproporcionadamente a las personas de color, y disturbios civiles provocados por la brutalidad policial que siempre han afectado desproporcionadamente a las personas de color.
Un espejo roto que devolvía la imagen de un país fracturado.
Este ajuste de cuentas racial no se limitó a Estados Unidos.
En Australia, donde nacieron tu hermano y tu hermana mayores, miles protestaron contra el tratamiento a los aborígenes, las víctimas de la colonización blanca, la colonización británica.
En mi querida ciudad natal, Bristol (Reino Unido), los manifestantes derribaron una estatua de bronce de un comerciante de esclavos, y luego la arrojaron al puerto donde una vez atracaron sus barcos-prisión.
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Durante la mayor parte de mi vida adulta, la brecha racial en Estados Unidos ha sido una especie de obsesión personal.
He viajado por el sur del país, visitando los lugares culminantes de la lucha por la igualdad de las personas negras.
Me senté y hablé con activistas que fueron maltratados y apaleados.
Revisé los archivos de supremacistas blancos que intentaron defender el sistema de apartheid racial que separaba a las razas desde la cuna hasta la tumba.
En esta búsqueda por comprender, descubrí que la guerra civil que se libró en este suelo hace más de 150 años nunca llegó a su fin, y que la división racial siempre fue el escenario predominante de Estados Unidos.
Puedo decirte que los disturbios que presenciamos en la semana de tu nacimiento no fueron algo extraño, sino parte de todo un hilo histórico.
Todo esto lo sé y lo entiendo.
Sin embargo, lo que nunca podré explicarte es lo que se siente al ponerse en los zapatos de un persona negra.
- ¿Qué es el privilegio blanco?
Lo que puedo decirte es que el color de tu piel te confiere privilegios.
Te otorga la presunción de inocencia.
Te ofrece gran protección si el auto que manejamos es detenido por la policía.
Es muy probable que vivas más tiempo que un bebé negro nacido en la misma noche.
Que ganes más dinero por el mismo trabajo.
Que tengas más oportunidades de completar tu educación y de graduarte en la universidad.
Con demasiada frecuencia, nos contamos una historia reconfortante sobre el progreso racial.
De las antiguas ciudadelas segregacionistas ahora dirigidas por alcaldes negros.
De una próspera clase media negra.
De un joven presidente afroamericano que ocupó una Casa Blanca construida por esclavos.
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Pero la verdad es que la lucha por una verdadera igualdad negra puede que nunca alcance su objetivo.
El sueño podría posponerse para siempre.
En estos momentos de felicidad personal, sé que sueno abatido.
Debería hablarte sobre mi amor por Estados Unidos, un enamoramiento que comenzó mucho antes de que viniera aquí, cuando era adolescente a mediados de los 80.
Habiendo crecido en un país donde demasiadas personas se resignan a su destino desde una edad muy temprana, me deleité en sus posibilidades: esa fe en el avance personal y generacional que llamamos American Dream (“El sueño americano”).
Nunca he compartido el antiamericanismo instintivo de muchos de mis colegas europeos.
Después de haber pasado más tiempo de mi edad adulta aquí que en Gran Bretaña, hubo momentos en que felizmente habría adquirido la ciudadanía estadounidense.
Pero ahora admito tener sentimientos encontrados por el hecho de que naciste en Estados Unidos.
Y de que podrás viajar por el mundo con un águila en tu pasaporte.
Este no es el país del que me enamoré de niño.
Las palabras Estados Unidos de América ahora suenan como un término equivocado, un oxímoron.
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La noción de “excepcionalismo estadounidense”, lejos de ser impresionante y emuladora, se ha convertido en una construcción negativa, algo que asociamos con tiroteos masivos, escuelas inseguras, brutalidad policial, política desquiciada.
Desde el comienzo del nuevo siglo, hemos hablado de un mundo post-estadounidense.
Pero mi temor es que nos enfrentamos a una América post-estadounidense: un país en un estado irreconciliable de división y declive; una superpotencia rota en un mundo roto.
Fue chocante cuántos amigos y familiares pensaron que deberías llamarte Hope (Esperanza).
El más brillante de los rayos en los días más oscuros, la gente parecía mirarte como la hija del destino.
Pero no es tu trabajo arreglar los problemas del mundo para nosotros, es nuestra responsabilidad urgente solucionarlos para ti: la emergencia climática; las disparidades deriqueza y oportunidades; el sexismo y la violencia sexual; la brecha racial.
También la caja de Pandora de la inteligencia artificial y las armas autónomas.
O los desafíos transnacionales que nos convierten a todos en ciudadanos globales.
En poco tiempo, espero que Nueva York vuelva a ser carismática y que puedas experimentar esta épica ciudad global.
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Veremos a extraños sonreír -y fruncir el ceño- de nuevo.
Los amigos cercanos y los familiares finalmente podrán acunarte en sus brazos.
Pero, para ser sincero, Honor, algo que no espero es un rápido regreso a la normalidad.
Porque una cosa que se volvió muy evidente durante estos meses de paralización global y de semanas de protestas es que la normalidad ya no funciona.