CPP y cultura jurídica

CPP y cultura jurídica

EDUARDO JORGE PRATS
La discusión acerca de la culpabilidad del Código Procesal Penal respecto al aumento de la criminalidad revela la importancia de la cultura jurídica en el proceso de implementación de las reformas legales e institucionales. Que se eche la culpa al CPP revela la concepción del proceso, de la pena y del Derecho Penal que tienen quienes así opinan: proteger los derechos de los presuntos inocentes impide castigar a los delincuentes, por lo tanto, la sociedad, en aras de proteger los derechos de las víctimas, debe condenar anticipadamente vía la prisión preventiva o el “intercambio de disparos” a quienes desde el inicio se presumen culpables por pertenecer a una categoría de delincuentes peligrosos que, más que ciudadanos, son enemigos de la convivencia humana.

Se trata de un discurso poderoso. Es más: se trata del discurso que funda el Derecho Penal y la justicia penal y contra el cual reacciona la Ilustración mediante el principio de legalidad penal y del derecho a un debido proceso. Es poderoso porque, tras el 11/9/2001, el Derecho Penal del enemigo se vuelve atractivo para legitimar la eliminación de las libertades de los “enemigos de la libertad” y la proclamación del estado de excepción global que tiene en Guantánamo su máxima expresión. Es un discurso que conecta, además, con la tradición autoritaria dominicana.

Lógicamente, nadie en su sano juicio proclama expresamente ni asume sinceramente este discurso. La estrategia consiste en apelar a una inexistente Edad de Oro en la que regía el viejo Código de Procedimiento Criminal y en la que las víctimas obtenían justicia penal pronta y cumplida. Pero ocurre que, independientemente de que los presuntos inocentes nunca vieron protegidos sus derechos en el viejo Código ni la jurisprudencia dominicana supo aprovechar los pocos instrumentos procesales garantistas como el hábeas corpus para ampliar la esfera de libertades, no es cierto que las víctimas vieron sus derechos garantizados, como bien revela el infinito proceso a los asesinos de Orlando Martínez y el cúmulo de casos prescritos y de casos acumulados dirigidos hacia la justicia liquidadora.

Peor aún: podría decirse que no existía siquiera acervo jurisprudencial que atemperara los rigores del viejo Código porque, en el fondo, tampoco existía proceso sino simple tramitación de un cajón de papeles al cual se le llamaba expediente. Ese Código nunca encontró cultores que realizaran el mandato constitucional de que ni la policía ni el fiscal pueden dictar órdenes restrictivas de la libertad física de las personas. La justicia del viejo Código fue la justicia del poder y de la fuerza. Por eso no se conoce un sólo caso en donde un juez pudiese poner coto a la represión balaguerista de los 12 años. En otras palabras, más allá del manifiesto carácter inquisitorial del antiguo Código, una cultura jurídica autoritaria impidió la aplicación de las pocas instituciones garantistas del viejo ordenamiento.

Por eso tuvo que hacerse la reforma. Para que hubiese proceso. Para que hubiese pena. Para que estuviesen garantizados los derechos de los presuntos inocentes, de los imputados y de las víctimas. Para que hubiese, en fin, Derecho Penal y limitación jurídica del, por naturaleza, absoluto poder coercitivo del Estado. Los franceses, a fuerza de adaptar su ordenamiento al sistema europeo de derechos humanos, pudieron lograrlo. Los dominicanos tuvimos que salirnos del modelo francés, como lo hicimos en materia laboral y de tierras, porque el sistema inquisitivo repotenciaba el tradicional autoritarismo de nuestro sistema político. Pero no partimos de cero: nos inscribimos en la tradición liberal de reforma procesal penal de países que, al igual que Dominicana, hablan castellano y sufrieron los estragos de las dictaduras y de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos.

Esta reforma necesita hombres y mujeres que la encarnen y sustenten sin vergüenza ni tapujos. Las leyes, sin un Derecho vivo, sin un Derecho en acción, sin una apropiada cultura jurídica que las alimente, mueren como plantas no regadas. Es deber de los poderes públicos y es un derecho de los ciudadanos llevar el poder penal del Estado a su propia legalidad. Sólo así podremos estrechar la gran brecha entre ser y deber ser que deslegitima el Estado de Derecho y autoriza las nostálgicas apelaciones al viejo orden autoritario.

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