Creación poética y crítica literaria (1 de 2)

Creación poética y crítica literaria (1 de 2)

DIÓGENES VALDEZ
Si resultan ciertas las palabras del gran poeta alemán Friedrich Hörderling, de que “lo eterno y perdurable lo funda la poesía”, entonces, al poeta le cabe el más excelso de los honores, “el de haber creado a Dios”. La poesía es la más elevada y sublime de las manifestaciones artísticas, naturalmente hacemos referencia a aquélla que desde el punto mismo de la calidad ocupa la cúspide de la literatura, pero la creación poética siempre ha surgido entre precariedades y conmociones sociales que en ocasiones han llegado a confundirse con las mismas vicisitudes del creador. Se nace con vocación de poeta, aunque determinadas circunstancias, muy especiales por cierto, hacen que se adquiera consciencia de esta condición y del compromiso que se contrae cuando se abraza tan fascinante carrera.

Posiblemente no exista en todo el universo una persona más temida, y peor comprendida que el poeta. Esta incomprensión no es la que proviene de la elaboración de un discurso hermético, sino que en ocasiones, nace de sus críticos y colegas generacionales, quienes por un asunto de economía literaria se ahorran la frase iluminatoria que arrojaría luz sobre el poema, o sobre un texto cualquiera, logrando con este proceder que un gran segmento de lectores, se mantenga marginado del mensaje contextual. En otras ocasiones son los sectores de poder, con el Estado mismo a la cabeza, quienes ignoran al poeta, con la intención de someterlo, y tenerlo al servicio siempre espúreo de la política. En nuestro país, por las condiciones de pobreza en que vive la mayor parte de la sociedad, la situación de los intelectuales es excesivamente difícil, y si se toma en cuenta que en ocasiones el Estado y la Crítica confluyen en un intento de convertir el territorio literario en un yermo, entonces el trabajo de los poetas además de arduo, resulta desalentador.

Más que valorizar la poesía surgida después de la desaparición física (aunque no moral) de la dictadura que encabezó Rafael L. Trujillo, la intención es realizar un juicio a la crítica a dicha poesía.

En ocasiones, al leer la crítica vernácula, se tiene la impresión de que más que un enjuiciamiento a la poética contemporánea, lo que está en juego es algún pedestal consagratorio. Pero al nuestro es le país de los pedestales vacíos y por tanto, no debían existir motivos ni razones, para la disensión ni las malquerencias.

Cuando aludimos a la frase “pedestales vacíos”, no deseamos que se nos malinterprete. Estos pedestales se encuentran vacíos no por carencia de excelentes poetas, ni de buenos cuentistas, sino por ausencia de una crítica ponderada que posesione en los lugares correctos a los creadores literarios. Tal vez deberíamos tomar el ejemplo de las artes plásticas, donde la crítica, muchas veces, ha catapultado a valores cuestionables de nuestra expresión pictórica del momento. Aunque no deberíamos llegar tan lejos, el ejemplo mostrado debería tomarse en cuenta.

El crítico por antonomasia en nuestra América, es Pedro Henríquez Ureña, un nombre obligado cuando se quiere hablar de ponderación, quien sólo escribía, según su propia confesión, “de aquellas obras que por su excelencia lo motivaban a hacerlo”. Esto quiere decir, que la crítica debe acercarse al texto con unción casi sagrada, tal y como preconiza el gran humanista dominicano.

Es evidente que en nuestro país hacen falta émulos de Pedro Henríquez Ureña. Precisamos intelectuales que se acerquen a las obras por las cosas meritorias que contienen, que no permanezcan en silencio y pongan en realce aquellos conceptos y fundamentos merecedores de ser compartidos por el público lector. Sólo así podríamos colocar la creación literaria en el lugar justo que merece y sólo así podríamos ampliar ese mercado de lectores, tan necesario para estimular la creación misma.

La palabra silencio, en determinadas circunstancias, tiene un significado estremecedor. Este ha sido el gran pecado de los escritores dominicanos. Preferimos guardar silencio, antes que hacer justicia pronunciando la frase elogiosa ante un texto cuya autoría pertenezca a un autor nacional. Los escritores dominicanos nos ignoramos mutuamente y pretendemos no existir los unos para con los otros, y viceversa. Esta es una realidad que es necesario subvertir, porque una de las razones más socorridas para aducir la inexistencia de una literatura dominicana en ultramar, es el desconocimiento interno de la misma, cuando los primeros en reconocerla, deberían ser quienes la producen.

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