Crecidas fluviales

Crecidas fluviales

Las raíces de las plantas herbóreas juegan un papel fundamental en el sostenimiento de la capa vegetal. La sombra que proyectan los árboles permite un más prolongado proceso de evaporación de las aguas lluvias, y, por ende, preservan la humedad en los suelos. Ambos procesos naturales acrecientan los niveles de la capa freática y una lenta salida de las aguas subterráneas hacia aquellos cauces que las gentes llamamos cañadas, arroyos, ríos, lagunas y lagos.

)Por qué hago este planteamiento? Porque veo que son varios los profesionales haitianos que achacan a la deforestación lo ocurrido en Font Verterre, Haití, y en Jimaní, República Dominicana. Las dos poblaciones, limítrofes en los respectivos territorios de nuestros países vecinos en La Española, están de luto. Y entre las explicaciones que se aducen para un desbordamiento inopinado está la tala de un bosque de pinos en una montaña cercana. La ausencia de árboles permitió que las altas precipitaciones pluviales se volvieran impetuosas corrientes que sembraron la muerte en esas poblaciones.

Don Sócrates Nolasco relata en algunos de sus cuentos que en el siglo XIX hubo bosques en las yermas subregiones del suroeste dominicano. Aquellas lejanas tierras poseyeron una tupida arboleda por cuyo follaje no se colaba el sol del mediodía. No es que esa zona de vida fuese de clima y suelos radicalmente distintos a cuantos conocemos hoy. Pero en los recuerdos de niñez o adolescencia que don Sócrates revivió en sus relatos, surgían las recias especies propias de esa zona. Allí estuvieron presentes guayacán, yarey, vera, candelón, baitoa y otras formas vegetales xerófilas.

)Impiden las raíces de las yerbas que las aguas desbordadas de un río alcancen los predios ribereños y los aneguen e inunden? Sin duda que no lo impiden, pero entre las fuertes raíces y troncos de los árboles y las ligeras pero enmarañadas de las yerbas, las aguas son contenidas y sus corrientes se moderan y reducen.

Todavía hasta seis lustros atrás era frecuente hallar viviendas palafitos en zonas en las que la precipitación pluvial excede los tres mil milímetros por año. Lo mismo en aquellas en donde el manto freático, rico y a flor de suelo, creaba improvisadas lagunas apenas caido un pertinaz aguacero. Los palafitos, convenientemente enterrados, actuaban como defensas junto a esos troncos capaces de moderar las fuertes corrientes fluviales salidas de cauce.

Por supuesto, eran días en que la densidad poblacional era de 56 habitantes por kilómetro cuadrado. Una población creciente, un uso desordenado y anárquico de los suelos, la fundación de poblados sin observar el curso de corrientes regulares u ocasionales, abre camino a desgraciados sucesos como los ocurridos en el nordeste o en el suroeste. Basta el paso de una tormenta caracterizada por torrenciales aguaceros, para que se afecten caseríos, o sean dañados predios agrícolas y ganaderos.

A veces, camino del norte del país o viceversa, contemplamos el trabajo de limpieza de los sistemas de drenaje a cielo abierto, contiguos a la autopista Duarte. La concienzuda obra de limpieza de los laterales de estas zanjas, es una invitación a la obstrucción de las mismas en los tramos en que se cumple la tarea, así como también aguas abajo. Porque los laboriosos trabajadores arrancan las raíces de las yerbas, permitiendo el derrumbe de los laterales de tales zanjas. Eso mismo hacemos en montañas o tierras llanas. Y los mismos efectos son producidos, permitiendo, además, desastres como los que tantas veces lamentamos.

Los ríos no dejarán nunca de desbordarse cuando las cuencas reciben caudales por encima de la capacidad de los lechos de sus ríos o arroyos. Pero es propio de la inteligencia humana aprovechar esas corrientes y reconducirlas, y aprovecharlas, sin interrumpirlas. Nuestros problemas surgen cuando obstaculizamos las vías que se han forjado por siglos, con obras y obstáculos que obligan a las aguas a procurar nuevos derroteros.

Lo acontecido en Jimaní, una zona seca y de pobrísima pluviometría, ha de tomarse como una voz de alerta. Es un llamado de la Naturaleza al reordenamiento de la forma en que explotamos y aprovechamos los recursos de los cuales Dios dotó este pedazo del mundo.

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