¿Crecimiento para qué?

¿Crecimiento para qué?

FERNANDO HENRIQUE CARDOSO
Comienzo con una cita: «Es innegable la evidencia de que la desigualdad está aumentando en nuestra nación. El ingreso medio de las familias tuvo un incremento del 18% desde 1979, mientras que el ingreso del grupo formado por el 1% de las familias más ricas creció en un 200%. Esas familias ganan más ahora que el conjunto de las familias que constituyen el 40% más pobre.

Más preocupante todavía es que también puede estar aumentando la transmisión de la desigualdad de una generación a otra. Un pequeño nacido en las familias del 10% más pobre de la población tiene apenas la tercera parte de las posibilidades de alcanzar una posición por encima del grupo del 20% de familias más pobres».

¿A qué país se refiere este texto? Por increíble que parezca, a EE.UU. ¿De qué pluma tan radical fue extraído?

Nada menos que de la de Lawrence Summers, secretario del Tesoro en el Gobierno del ex presidente de EE.UU.

Bill Clinton y actual presidente de la Universidad de Harvard. Preocupado por la creciente desigualdad, nuestro autor muestra la importancia de la educación como instrumento de corrección de las asimetrías sociales. En vista de la creciente desigualdad, el célebre economista no se deja entusiasmar por el aumento de la riqueza en el país más poderoso del mundo.

Reflexiones de este tipo nos ayudan a situar nuestros propios problemas en Brasil, en un momento en que parece que se trata de hacer del incremento del PIB la medida de todas las cosas, el indicador suficiente de la felicidad y del bienestar del pueblo. Tal vez ahora -cuando el Gobierno del presidente Lula cumplirá la mitad de su mandato en pocas semanas- sea el momento de preguntar: ¿no será ya hora de una evaluación más real de lo que se hace y de lo mucho que falta por hacer (y que ojalá aún pueda hacerse)?

La continuidad de las políticas financieras y exportadoras (control de la inflación y fluctuación del dólar) explica el crecimiento observado en los últimos meses. ¿Estaríamos inaugurando una nueva etapa de desarrollo; o bien, presos de las ideologías desarrollistas de los años setenta y enredados en la ineficiencia gerencial, estaríamos haciendo algo de lo que la fuerza de nuestra economía y la favorable coyuntura internacional permitirían alcanzar y conseguir? El Gobierno actual tuvo el mérito de evitar un desastre anunciado, aunque con el sacrificio de viejas creencias en el altar de la racionalidad macroeconómica (y sólo ahí). El país recoge ahora los frutos de ese sacrificio parcial. Pero ¿cómo andan las políticas públicas y los avances institucionales necesarios para abrirle un horizonte más prometedor para el país?

Es innegable que andan mal. En la salud, las farmacias populares son un mal sustituto de las políticas consistentes de médicos familiares y agentes comunitarios de salud. En la reforma agraria se ven altos funcionarios que acusan indiscriminadamente a los agentes productivos y a la ineficiencia que socava los programas de asentamiento, de crédito e infraestructura.

El programa Hambre Cero, principal pieza de propaganda del Gobierno en el área social, produjo cero resultados en su propósito anunciado de «acabar con el hambre». Levantado sobre números disparatados que confunden la pobreza con el hambre, la desnutrición con la inanición, como el propio presidente admitió en un documental cinematográfico recién emitido, el programa Hambre Cero ya aseguró su lugar en la historia de las políticas gubernamentales de este país como ejemplo de pobreza conceptual y de incompetencia operacional.

Para salvar la cara, el Gobierno recurrió con prisas a la unificación de todos los programas de transferencia directa de ingresos a la población, entre ellos el de becas escolares. Se acabó así por desvirtuar la esencia misma del objetivo de vincular el beneficio con una contrapartida (en el caso de las becas escolares, con la obligatoriedad de la asistencia escolar). Lo que estaba destinado a ser un apoyo para preparar al ciudadano del futuro se convirtió en una ayuda que mal da para aliviar la pobreza del presente. Podría aumentar esta lista de retrocesos con la falta de entendimiento correcto del papel de las agencias reguladoras, necesario para atraer las inversiones en infraestructura y para beneficiar al consumidor. No quiero dejar de reconocer los avances logrados como en el área macroeconómica. Pero en los demás predominó la voluptuosidad de la mercadotecnia, los cambios cosméticos, la obsesión de romper con todo lo que estaba en marcha y la sustitución de cuadros competentes por militantes bien intencionados (cuando lo son).

Lo más grave, entre tanto, es la falta de apoyo de buena parte del Partido del Trabajo y de muchos de sus aliados para que el Gobierno haga lo que es correcto. Esto se refleja en la parálisis de la agenda del Congreso: ¿qué se ha hecho de la ley de quiebras, de las reglas para mejorar el crédito inmobiliario o de la reglamentación de la asistencia pública? Los miles de nuevos funcionarios, en tanto ésta no sea efectiva, estarán regidos por la vieja asistencia y su déficit seguirá en aumento.

En este escenario, el presidente está esforzándose para buscar más aliados, sin siquiera explicar el propósito de las alianzas. No es preciso ser mago para adivinar lo que va a resultar de ello. No es que sea fácil, yo bien lo sé. Pero, por eso mismo, ¿no habrá llegado la hora de dar media vuelta en esa marcha forzada de la insensatez? Quién sabe, quizá al hablar francamente al país sobre el mejor rumbo para que del crecimiento del PIB se derive un desarrollo que fortalezca a la ciudadanía y amplíe la igualdad de oportunidades. Es posible, pero improbable. En el mejor de los casos, de las nuevas coaliciones resultará una alianza electoral con miras al 2006, incitando querellas con las oposiciones que, en teoría, tendrían más afinidad para apoyar una propuesta más innovadora y coincidente con el desarrollo del país.
New York Times

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