El inicio de un nuevo año nos invita a reflexionar y plantearnos metas que transformen nuestra vida y, a veces, también la de quienes nos rodean. En medio de los propósitos más comunes —mejorar nuestra salud, alcanzar metas profesionales o dedicar más tiempo a nuestros seres queridos— surge una resolución que pocos consideran, pero que puede ser catalizadora de cambios profundos y duraderos en nuestra sociedad: creer a las mujeres.
Creer a las mujeres no requiere recursos extraordinarios ni gestos grandilocuentes. Es una revolución silenciosa que se manifiesta en lo cotidiano: en la forma en que escuchamos un testimonio compartido, en cómo reconocemos una idea en una reunión de trabajo, en la manera en que respondemos a una denuncia de acoso. Es una determinación que se construye momento a momento, en las interacciones diarias.
La historia nos muestra que las mujeres han cargado no solo con sus propias luchas, sino también con el peso adicional de la duda sistemática. Cuando una mujer comparte una experiencia de discriminación, cuando expresa una preocupación sobre su seguridad, o cuando señala una injusticia laboral, la primera respuesta social de manera general ha sido el escepticismo. «¿Estás segura?», «¿No estarás exagerando?», «¿Tienes pruebas?» son preguntas que revelan la desconfianza arraigada en nuestras estructuras sociales.
Este escepticismo sistemático no es neutral; tiene consecuencias tangibles. Afecta desde las decisiones médicas, donde el dolor femenino es frecuentemente subestimado, hasta las oportunidades profesionales, donde las ideas de las mujeres son más cuestionadas que las de sus contrapartes masculinas. El impacto se extiende a ámbitos tan vitales como la justicia, donde la credibilidad de las víctimas femeninas sigue siendo un obstáculo para la persecución efectiva de crímenes y delitos.
Creer a las mujeres no significa abandonar el pensamiento crítico ni la búsqueda de la verdad. Por el contrario, implica reconocer que nuestros filtros de credibilidad están históricamente sesgados y necesitan ser recalibrados. Es entender que la confianza puede coexistir con la verificación, y que el escepticismo automático no es sinónimo de rigor.
La transformación comienza en lo micro: en las conversaciones familiares, en las dinámicas laborales, en los espacios educativos. Significa escuchar sin interrumpir cuando una mujer comparte su historia, validar sus preocupaciones sobre seguridad sin minimizarlas, reconocer sus capacidades profesionales sin cuestionamientos adicionales, tomar en serio las quejas sobre acoso o discriminación, amplificar las voces femeninas en espacios de decisión.
Este cambio de paradigma tiene efectos multiplicadores. Cuando creemos a las mujeres, se fortalece la confianza para denunciar injusticias, mejora la participación en espacios profesionales y académicos, se acelera el progreso hacia la equidad en todos los ámbitos y se construyen relaciones más sanas y equilibradas.
Al iniciar este nuevo año, propongo que hagamos de creer a las mujeres más que una resolución: un compromiso activo y consciente. Que este 2025 sea el año en el que cuestionemos nuestros sesgos inconscientes, respaldemos experiencias sin exigir justificaciones extraordinarias, creemos espacios seguros para compartir y crecer, e impulsemos activamente el cambio.
El cambio social comienza con decisiones individuales. Cada vez que elegimos confiar, contribuimos a desmantelar la tradición del cuestionamiento perpetuo. Cada acto de apoyo fortalece los cimientos de una sociedad más equitativa y justa.
La pregunta no es si debemos creer a las mujeres, sino cómo podemos materializar esa determinación en acciones concretas y significativas. El futuro se construye con cada acto de confianza, cada espacio de escucha, cada momento de afirmación. Y todo comienza con una simple decisión: CREER.
Este año, hagamos que creer a las mujeres sea nuestra revolución.