En el discurso que pronunció el Procurador General de la República, Jean Alain Rodríguez, para anunciarle al país el sometimiento de 14 personas por su presunta implicación en el tinglado de corrupción y sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, el funcionario fue particularmente enfático al ofrecer garantías de que llevó ante la justicia “expedientes sólidos y bien instrumentados”, en los que trabajaron 20 especialistas de distintas áreas en estrecha colaboración con los ministerios públicos de Brasil y los Estados Unidos. ¿Cómo es posible entonces que el requerimiento de medidas de coerción contra los imputados muestre errores tan elementales como los que se han señalado? ¿Debemos esperar errores similares en el expediente acusatorio? No sabemos qué explicación dará, para justificar esas pifias, el Procurador, que se presume no podrá atribuir a las prisas cuando se tomó todo el tiempo que quiso para armar con todo el rigor y la meticulosidad necesarias el muñeco de la acusación, pero todo al que usted le pregunte (haga la prueba) le dirá que se cometieron a propósito para que el expediente se caiga y los acusados salgan libres. Que la gente esté predispuesta a creer, cuando se le habla de perseguir y sancionar la corrupción, que se trata de una burla o de un montaje tiene una explicación sencilla: eso es lo que ha ocurrido hasta ahora. ¿Por qué pensar que en esta ocasión será diferente? La decisión del juez Francisco Ortega, quien ayer complació al Ministerio Público, y de paso a un pueblo “que quiere ver sangre”, enviando a prisión preventiva a la mayoría de los imputados, puede ser la respuesta a esa pregunta. Pero en un proceso tan largo y tortuoso es demasiado pronto para saber si tenemos razones para celebrar esta “victoria” contra la corrupción, o para lamentar que volviéramos a cometer el error de olvidar que la impunidad tiene muchas formas de proteger a los saqueadores de la riqueza pública.