Creo que es hora de hablar de religiones

Creo que es hora de hablar de religiones

Es que tenemos que buscar una explicación al misterio de la Creación. ¿Quién hizo todo esto, cuándo y por qué?

El caso es que el humano se ha inquietado, desde la prehistoria, con esa honda pregunta, llevándonos hasta principios de la Era Cuaternaria, hace más de seiscientos mil años, etapa que se divide en cuatro períodos glaciares, en que un frío colosal e inmensas capas de hielo hicieron aparición y fueron gravadas en la escritura primitiva como medio de transmitir sus ideas.

Una bondadosa intención. No voy a fatigar a la bondad de quienes me leen, hablando de paleolítico, mesolítico, neolítico, edad de bronce y edad de hierro, pero quiero –y debo– tratar sobre el tema de la muerte.

Las ceremonias funerarias son tan antiguas y universales como la existencia del humano. Desde los primeros restos encontrados en la pre-arqueología histórica encontramos que existen puntos de contacto con ideas posteriores.

Existe una estrecha conexión entre la muerte y las religiones, tanto así que a menudo me ha llamado la atención el hecho de que en nuestra religión el signo más distintivo sea la cruz y las imágenes de Jesús en proceso de muerte y que una extraordinaria cantidad de obras maestras de la pintura enfaticen su muerte en lugar de su resurrección. Al fin de cuentas, las crucifixiones constituían un horrendo castigo desde remotas épocas y eran practicadas en extensos territorios, siendo ya vistas por las multitudes con la naturalidad de un castigo final, como luego habría de ser vista la máquina que ideó el médico francés José Ignacio Guillotin, no con maligna intención, sino para acortar el sufrimiento de los reos condenados a ser decapitados con hacha o mandoble.

Común era en la antigüedad que los pueblos se entretuvieran con los espantosos castigos. Aunque parezca mentira.

¿Porqué –me pregunto– la promovida imagen de Jesús no se refiere a la maravilla de su resurrección tras una terrible muerte?

Porque existe un culto, un respeto, una atracción por la muerte.

Las ceremonias funerarias son universales y tan antiguas como el hombre, escribe Carlos Cid, catedrático de la Universidad de Barcelona en su “Historia de las religiones”, obra trabajada en conjunto con su colega Manuel Riu y prologada por el catedrático Alberto del Castillo, también de la Universidad de Barcelona.

No es que yo esté tomando opiniones suyas. Escribo lo que pienso respecto al caso de Jesús.

Dice Cid, “Desde los primeros restos conocidos hasta la actualidad, la tumba ha sido el más elemental modo de expresión religiosa y es una de las pruebas más concluyentes de la creencia en la otra vida, consustancial incluso en las tribus de mentalidad religiosa menos desarrollada, y hasta en los tiempos actuales que hacen profesión y exhibición de ateísmo absoluto, por ejemplo, por razones políticas, resulta que al honrar a sus muertos, delatan la permanencia de esa idea básica a veces deformada, que solo se explica por la creencia en la existencia de ultratumba.”

Y me digo:

¿Es que la imagen de un Cristo “muerto” es más atractiva que la de un Jesús vivo, maestro, firme y seguro, como la que tenía el ya fallecido presbítero Luis Gómez y Gómez en la cabecera de su cama?

Ese es mi Cristo. Fuerte, vivo, enérgico.

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