¿CREPÚSCULO DE LOS VALORES? -CONCLUSIÓN-
El superhombre Sin ataduras a los dictados del deber

<p>¿CREPÚSCULO DE LOS VALORES? -CONCLUSIÓN-<br/><strong>El superhombre Sin ataduras a los dictados del deber</strong></p>

POR CARLOS DORE CABRAL
La ética kantiana fue enfrentada visceralmente por Federico Nieztche quien llegó a proclamar que el imperativo categórico, y el deber que es su consecuencia, son ficciones cerebrales que expresan el agotamiento de la voluntad, la decadencia, el instinto de rebaño que prioriza en su conducta la obediencia.

Para Nieztche,  lo bueno es bueno porque individualmente se ama y no es la razón de todos.  Si el racionalismo se asentó sobre la voluntad del saber, con Nieztche se transmutó en voluntad de poder cuya realización se daría con el superhombre, un nuevo ser humano no atado a los dictámenes del deber porque es el querer lo que lo libera porque lo bueno se relaciona con la vida, la fuerza vital, el predominio de lo dionisiaco que afirma la vida como voluntad de poder.

El teleologismo historicista de Hegel y Marx también se enfrentó al imperativo categórico de Kant para explicar la naturaleza de las acciones de los hombres y mujeres, relativizando la  ética en la medida de que los seres humanos se movilizaban por las fuerzas prometeicas de la Historia que al final, imponía su propia lógica. Pero tanto en Hegel como en Marx, la ruptura con la ética kantiana no supuso desplazar la centralidad del deber, sólo que esta vez adquirió un determinismo histórico, con sus emancipadores y disciplinadores de los demás.

Pero la ética, al secularizarse,  también dejó de ser objeto exclusivo de filósofos (en principio no se diferenciaba ética de filosofía) pensadores como Nicolás Maquiavelo, Max Weber y Antonio Gramsci hicieron interesantes aportes, al menos desde la perspectiva de la ética aplicada a saberes y disciplinas especìficas.

Maquiavelo separa la ética de la política que opera con una lógica que no toma en cuenta la moral en la medida de que sus acciones son instrumentales  con el fin último de alcanzar y preservar el poder. A decir de Gramsci, esa separación analítica es la gran contribución de Maquiavelo porque no sólo contribuye a beneficiar al Príncipe sino también a las clases subalternas.

Para él la política no se reduce a la razón de Estado impuesta por la fuerza o la sagacidad del gobernante porque su concepción de la política no aniquila la moral sino que la reditúa importantizando la política tanto como praxis y como saber en un orden superior a la ética. Presupone la necesidad de una moral distinta a la cristiana para dar paso al laicismo de las costumbres y en consecuencia, una esfera de la política que se mantenga con determinados principios éticos compartidos socialmente, es decir, en las organizaciones que los  individuos crean para tal fin y que sirven para compactar al grupo y lo pone en condiciones de alcanzar determinado fin.

Esa concepción se antepone a la idea kantiana del imperativo categórico que la misma supone una solo cultura y condiciones de existencia semejantes en el planeta, desnudando un proyecto con pretensiones universalistas que no entiende las diferencias históricas y culturales, generalizando, universalizando una ética vía su desvinculación con la historia.

Weber en cambio no sólo fue el gran indagador de los valores (su incidencia en la investigación) sino que también nos presenta dos posibilidades éticas en el ámbito de la acción política y que sirven para su enjuiciamiento: una «ética de la convicción» y una «ética de la responsabilidad.

La primera se realiza por medio de una obligación moral (deber) y una de apego intransigente a los principios. Ve el peligro de la imposición fanática.  La ética de la responsabilidad en cambio, el profesional de la política  valora las consecuencias de sus actos, así como los medios que sirven a determinados fines. En ese sentido, a la acción le antecede un juicio, pero además parte de una racionalidad instrumental que es que la apuesta a alcanzar el éxito. De ese modo, la acción política no puede depender solamente de la racionalidad de los valores, precisa reflexionar sobre las herramientas (medios) que conducen a la realización de esos valores, lo contrario sería ingenuidad evangélica, útil para salvar almas pero no para gobernar voluntades.

A esta ética, Habernas le llama racionalidad instrumental, porque el actor se sitúa en una racionalidad orientada al éxito pero además tiene una naturaleza utilitaria porque persigue maximizar la utilidad de su acción como beneficio.

Pero hay otra racionalidad, la comunicativa, en la que los actores en principio no se orientan a perseguir su propio  éxito sino  al entendimiento, que acusa un valor moral importante y que resulta un tipo de ética consustancial a la forma de vida en democracia.

Este limitado recorrido nos conduce a la interrogante inicial implícita, en el sentido de si asistimos a un real crepúsculo de los valores. Algunos prefieren llamarle la reversión de los valores, otros, la readecuación de los mismos y otros, prefieren hablar de nuevos que se instalan y son referentes morales.

Evidente que la reflexión implica abundancia de tiempo y tópicos que desbordan esta breve presentación cuya pretensión simplemente es situar esquemáticamente  la problemática para que el expositor principal pueda  en lo posible saltar detalles, conseguir algún atajo que lo centre y concentre en sus propuestas esenciales.

Pienso que una aproximación a una respuesta probable, tiene que enfatizar en el hecho cierto de que en la época del posdeber, los medios de comunicación no sólo se convierten en la realidad de la interconexión del planeta sino que juegan un papel centrar en la constitución de nuevo valores, en este caso, consustanciales a la llamada cultura occidental, que pretende, como sabemos la homogenización vía la imposición y el cambio de ciudadanos por consumidores.

Con su instantaneidad y mundialización crean la realidad, una realidad que se percibe como lo que se ve y por lo tanto, se vende como espectáculo sin que haya un cuestionamiento de su fragmentación y apuestas ideológicas. Y como espectáculo, la realidad se exhibe despojándola de valores que estimulen la criticidad porque los hechos no sólo se construyen como lo planteaba acertadamente Durkeim, sino que importan más que los valores en esa lógica de teatralización de la vida, donde lo privado progresivamente se convierte en público, pero a condición de que lo público se perciba como la arena donde se mueven los ciudadanos disciplinados, a la manera de Focault, es decir, desprovistos o programados para la ausencia de acciones cuestionadoras.

Pero también es la época de las corporaciones transnacionales que imponen su lógica de funcionamiento a nivel planetario, que además de exarcebar el consumo a partir del goce individual despojado de toda aspiración del disfrute colectivo, también crea una nueva ética  centrada en la iniciativa personal, la responsabilidad y eficiencia como mecanismos de consecución del éxito económico. Pero además, una noción de la ética como estrategia comunicacional y por tanto, no sustentada en valores morales, que les  permita a las empresas mantener una «buena imagen» con la sociedad independientemente de del criterio de verdad que sirva para fijar los límites.

En fin una época donde predomina la moral de la ganancia por encima de cualquier otro imperativo, pero también su contrario, el de la luz que tenuemente destila del crepúsculo recordándonos que también las sombras,  como los dioses, mueren… sólo tienen que humanizarse.

En República Dominicana…

También se aprecia que llegamos a un punto de inflexión en la «intersección» donde la acción política y la ética, se supone deben encontrarse. Llegar a ese punto, vale decir, al cambio radical del enfoque y la conducta moral  de gobernantes y gobernados respecto a los antiguos valores predominantes, nos costó el largo recorrido de la interminable transición democrática.  En ese sentido, la insurrección guerrillera del 1963 y la guerra de abril del 65 son dos hitos que revelan la fusión de la acción política centrada en una nueva ética que se legitima a sí misma, deontológica y axiológicamente.  En consecuencia, los resultados de la acción política en ambos casos, se expresaron también como imposibilidad de legitimar la nueva normatividad con la que se establecería el lazo entre Estado y sociedad.

Pero el fracaso de esas tentativas  no se dio en el aire, sobre sus respectivos  cadáveres se levantó un proyecto político que en el campo de la ética «democratizó» determinados  valores de la dictadura. De ese modo, toda la estrategia de funcionamiento del modelo balaguerista de los doce años, éticamente se construyó en la justificación de los medios por los fines. Así, el desencadenamiento de la represión política articuló novedosos mecanismos de acumulación de capital tanto para nuevos actores de sustentación autoritaria del régimen (nueva élite burocrática militar) como los emergentes sectores burgueses aletargados durante la tiranía. Estos últimos continuaron la tradición trujillista de violar la propia legitimidad del sistema para agenciarse ganancias extraordinarias, además de eficientizar el uso de mecanismos extraeconómicos para competir deslealmente en el mercado (contrabando, tráfico de influencia, evasión fiscal, entre otros).

En la transición también estrenamos una relación más orgánica con el mundo occidental. El desarrollo inaudito de los medios de comunicación de masas en el país, al tiempo que disuelve el aislamiento que amparado en la insularidad mantuvo la tiranía, también nos expuso sin mediaciones a los valores predominantes en el mundo occidental. Hoy, los valores que aludíamos como propios de  la era de la posmoradilad, se funden con aquellos que germinaron en la postrimería de los años sesenta, con pretensión de validarse éticamente. Pero tal validación no es posible en un medio donde crecimiento económico no ha implicado la disminución de la pobreza y la exclusión.

La demanda de mecanismos que vigilen y limiten al poder, presiona y confirma el hecho de que no es negando ni la relación, ni la autonomía relativa entre ética y política que podemos desde ésta última, actuar en teniendo al bien común como principal imperativo en la relación entre gobernantes gobernados. De eso nos encargaremos en una nueva entrega.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas