Cría Cuervos…

Cría Cuervos…

“Hermanos míos: yo no os aconsejo el amor al prójimo; lo que os aconsejo es el amor al más lejano” Nietzsche, “Así habló Zaratustra”

“Ante la ingratitud, mi hijo, todos los vicios son virtudes”, solía decirme mi padre cuando quería señalar que, en la vida, uno se debía mostrar agradecido con los demás. No sé de dónde habrá sacado la frase, si la leyó en algún lugar o se la inventó. En vano he tratado de dar con ella entre mis lecturas. En cualquier caso, me parece todo un acierto. Mi padre, que me sorprendía con este tipo de frases, pensaba que la ingratitud hace que nuestros defectos más visibles y reprobables parezcan errores pueriles.  Comparado con ella, cualquier vicio palidece y ninguno es bastante grave.

Ese maldito otro es también un ingrato. Nada más odioso que un ingrato, nada más bochornoso a la conciencia que un ser que no sabe agradecer. El bochorno es aún mayor si de quien se trata es de un amigo o pariente cercano.  Entonces se convierte en indignación y crece hasta estallar. El ingrato se lleva el peor de los créditos y merece las más duras críticas.  Siempre ocupa uno de los primeros lugares en los concursos de vileza;  con él sólo compiten el traidor y el delator.

Escucho la queja amarga de sabios y de simples. La gente suele quejarse de la carestía de la vida, del auge del crimen y la delincuencia, del escandaloso desorden en que vivimos, de la maldad de la otra gente.  Me consta que no he escuchado queja más frecuente y pesarosa que aquella dirigida contra los malagradecidos. “Este es un mundo lleno de ingratos, ya nadie agradece nada”, suele quejarse mi madre. Al cabo de los años, con la experiencia que nos da el vivir, yo mismo he debido sumarme a la lista de quejosos.

Lo difícil de vivir en un mundo de mezquinos es tener que soportarles y verles la cara todos los días. La gratitud es síntoma de nobleza de espíritu, una cualidad preciosa pero escasa en nuestro tiempo, que enriquece a quien la practica.  La experiencia común y cotidiana, sin embargo, es otra, y casi podría resumirse en  egoísmo, maldad, miseria.

El ingrato se halla en las antípodas del espíritu noble. No hay decoro en su alma miserable y mezquina. El favor recibido le humilla, pues le obliga a agradecer y nada le molesta tanto como tener que estar en deuda con alguien. Lo que más quisiera es no deberle nada a nadie para no tener que agradecer.  No se siente en deuda con nadie, pero cree que el mundo entero le debe algo.  Se siente libre de obligaciones cuando salda una deuda material. Entonces razona: “Te pagué lo que te debía, ya no te debo nada”. En realidad, sí debe algo: el favor prestado. El ingrato se engaña a sí mismo: se paga la deuda, no el favor hecho, pues deuda y favor son cosas distintas. La deuda material siempre puede ser saldada, el favor nunca, y éste sólo se devuelve con otro favor. Nada puede pagar el favor desinteresado de un amigo que nos saca de apuros cuando más lo necesitamos.  Una vez saldada la deuda material, queda por saldar la deuda moral. Sólo que para el ingrato ésta no existe.

 El ingrato debería saber muchas cosas, debería saber, por ejemplo, que “favor con favor se paga”.  Por eso, quien debe un favor a alguien ansía el momento de poder reciprocarlo, bien sea para sentirse libre de deuda o para mostrar agradecimiento a su favorecedor.  Quien debe un favor, si es noble y bondadoso, no perderá la oportunidad de devolverlo con creces, se alegrará íntimamente de tener esa oportunidad y sentirá satisfacción interior. En cambio, si es bajo y ruin, ni siquiera se preocupará en reciprocar el bien recibido. El ingrato necesita un par de buenos consejos.  Pero no se echan margaritas a los cerdos.

Dos mil años de cristianismo nos han inculcado la idea-valor de hacer el bien y de amar al prójimo. Tanto afán por hacer el bien nos ha vuelto tontos y débiles. El cristiano auténtico es un ser demasiado ingenuo, demasiado buena gente para poder lidiar con las cosas y los seres de este mundo. Ha entendido mal el mensaje evangélico de practicar la caridad.  Quiere imitar la pureza de la paloma, pero olvida la astucia de la serpiente. No sólo la maldad, también el exceso de bondad hace daño, pues reblandece el carácter y debilita el espíritu. Por eso, el Zaratustra de Nietzsche desaconseja el precepto cristiano del amor al prójimo, que es el próximo, el más cercano a nosotros.  “¿Os aconsejo yo el amor al prójimo? ¡Mejor os aconsejaré que huyáis del prójimo y améis al más lejano!”, nos dice el profeta. No es al prójimo que conocemos a quien debemos amar, sino al lejano que no conocemos. Este consejo subvierte radicalmente los principios mismos del cristianismo.

Uno no debe hacer favores para que se los agradezcan, es cierto, pero tampoco para que se los desagradezcan. Lo sé: se me dirá que nos debe ser indiferente la respuesta a nuestras acciones, que se debe hacer el bien sin esperar gratitud de los otros.  Sin embargo, nadie hace el bien esperando el mal, y quien lo confiese está mintiendo, pues si en verdad esperara el mal no se dispondría a hacer el bien.  Puedo esperar la ingratitud de los hombres, pero no cultivarla como si se tratase de una virtud. En lo íntimo del ser humano late un sentimiento de orgullo propio. Todos necesitamos sentirnos agradecidos y correspondidos por los demás.   Hago el bien no sólo por deber moral, por una especie de  “imperativo kantiano” que me impele a hacerlo, sino por el placer y la satisfacción íntima que me reporta, porque me hace sentir bien conmigo mismo y con el mundo.

“Haz bien y no mires a quién”, se dice. Pero sí hay que mirar, señores, si no miráramos a quién hacemos el bien estaríamos ciegos y nos tomarían por tontos.  Nuestra experiencia de vida de nada sirve si no podemos sacar de ella unas pocas buenas enseñanzas. Prefiero mil veces dejar de hacerle un favor a alguien si de antemano sé que me pagará mal. Concedo que no hay mérito alguno en beneficiar únicamente a quienes nos lo agradecen, pero tampoco hay sabiduría en empeñarse en ayudar a quienes nos lo desagradecen. No tengo intención alguna de amolar cuchillo para mi garganta.

La ética cristiana nos ha hecho buenos, demasiado buenos, y también tontos, demasiado tontos. Es hora de corregirla un poco.  Como en todo, hay que ser selectivos también en la bondad y la generosidad, hay que saber bien a quién se hace un favor y ayudar a quien realmente lo necesita…y lo merece.  ¡Qué los ingratos se pudran en el infierno de sus propias miserias!

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