Crimen y castigo

Crimen y castigo

SERGIO SARITA VALDEZ
Cuatro décadas han transcurrido desde que por vez primera mis manos aprisionaran, con la intención de no soltar hasta haberla consumido totalmente, una dramática novela escrita en la segunda mitad del siglo XIX por el ruso Fiódor Dostoievski al momento en que cumplía sus cuarenta y cinco años de edad. La obra que lleva el título de este artículo narra la historia de un estudiante pobre llamado Raskolnikov quien, urgido por su precaria situación financiera, decidió segar la vida de una anciana prestamista. Si bien es cierto que con este acto criminal resolvía en lo inmediato las necesidades monetarias que desde la cuna agobiaban a él y a su familia, tampoco es menos cierto que con tan alevoso acto se envolvía en un serio y asfixiante conflicto ético y moral de consecuencias quizás peores que el mal inicial que trataba de remediar.

El eco remordiente hijo del atroz homicidio llevado a cabo de manera fría, premeditada y directa, conduciría al joven estudiante a un aislamiento psíquico y a un creciente complejo de culpabilidad, que finalmente le induciría a confesar el hecho de sangre, pretendiendo de esa manera aliviar la carga de tan pesada tormenta espiritual. El efecto emocional que dicha novela generó en mi juvenil cerebro cuando aún no había alcanzado los veinte abriles, surtió un efecto muy beneficioso puesto que me sembró la idea firme de que el dinero obtenido con malas artes termina haciendo mucho más daño que beneficio en quien lo ejecuta.

En el género literario de la novela se conjuga casi siempre lo real con lo ficticio. También es verdad que en ella quedan estampados a manera de imagen fotográfica el tiempo y el lugar. Eso es lo que explica la diferencia que existe entre la cosmovisión, el pensamiento y el comportamiento de un escolar de la Rusia de los Zares, versus el de unos delincuentes homicidas del siglo XXI en la turística ciudad de Puerto Plata. Raskolnikov confesaría su pecado y se entregaría a las autoridades. Los asesinos que hace apenas dos meses y en pleno mediodía, ante la vista atónita de testigos segaron la vida de un hombre de empresa y la de un brillante arquitecto oriundo de Altamira, andarán celebrando y pregonando su exitosa hazaña criminal sin la más mínima señal de arrepentimiento.

Perciben esos malhechores una justicia débil e incapaz de apresar y condenar de modo ejemplar su abominable y escalofriante asesinato. Entienden que el ministerio público con su inoportuna e inapropiada aplicación del nuevo Código Procesal Penal favorece la impunidad y mantiene en libertad a conocidos matadores bajo el argumento de la insuficiencia de prueba para su arresto. Parecería que sigue siendo cierto aquel odioso refrán que dice: “El muerto con tierra tiene”.

Probablemente al sobrino Engels lo asesinaron en el momento equivocado. Decimos el momento errado ya que su violento deceso se produce cuando la máxima autoridad del ministerio público se hallaba totalmente inmersa en la campaña electoral, y también en un período cuando todavía no existe un real y efectivo acoplamiento entre investigadores policiales y fiscales. La deficiencia en la implementación consciente del sentido de trabajo en equipo entre la Policía y los fiscales impide muchas veces la captura y procesamiento inmediato de todas las personas sospechosas de haber participado en el incidente trágico que enlutó a decenas de familias. Estas últimas sienten una especie de desamparo total por parte de quienes deben investigar, juzgar y condenar a los culpables. Tal parece que tendrían que conformarse con la mano de la justicia divina en ausencia de una acción judicial terrenal oportuna.

Mientras la cultura hedonista nos dice: ¡Mata que Dios perdona, el que se murió se acabó!; nosotros le respondemos: ¡La justicia llegará, no hay crimen perfecto, los muertos siguen latentes en la memoria de sus familiares, el que la hace la paga más temprano que tarde! 

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