Criminalizar la pobreza

Criminalizar la pobreza

En estos tiempos de tribulación y necesidad, que incrementan el dolor y el sufrimiento hasta límites difícilmente soportables, hay quien todavía puede creer que la fe mueve montañas y, haciendo gala de un desprecio colosal por la evidencia empírica de una realidad tan esquiva, mantenga como postulado político que la austeridad y los recortes, que día a día nos conducen a la pobreza más absoluta, son necesarios para la reactivación económica y que todo ese sacrificio inútil logrará sacarnos de la crisis para volver a la senda de la prosperidad –lamentablemente creo que el bienestar lo debemos dar por perdido para siempre.

Quienes así se pronuncian, lejos de construir un pensamiento capaz de transformar la sociedad para que se produzca la revolución de las conciencias, se echan en brazos de una política económica que, en su delirio de poder, confunden con la economía política, formulando su peregrina teoría de que es posible crecer en la miseria. Conviene no equivocarse. Los postulados económicos son como los matemáticos, una ciencia exacta cuyos axiomas no necesitan demostración: si hay trabajo y producción se genera riqueza. Pero el objetivo del desmantelamiento de un modelo social de convivencia, con las graves consecuencias que se derivan para la transparencia del sistema político y la calidad democrática, no es económico, ni siquiera político; se trata únicamente del empoderamiento de los mercados y del sistema financiero y del asalto al poder para arrebatar la soberanía a sus legítimos propietarios. Ese ataque va directo al corazón del sistema y se trata de una atroz ofensiva que no cesará hasta alcanzar su último objetivo: el poder. De momento, el capital ha logrado anular la renta del trabajo, convirtiendo la lucha de clases en un rancio capítulo de la historia en sepia de la revolución industrial. La renta del capital anula hoy la renta del trabajo. Desactivadas las conquistas sociales y los derechos fundamentales, el ámbito de lo público está en franco retroceso; se está procediendo a la liquidación total del sector público. Frente a la inflexibilidad y fortaleza de los postulados económicos se propala el descrédito de la vocación política y la corrupción se convierte en el estigma de toda una época. No obstante, no se puede sostener la simpleza de que la distribución del poder es un asunto más económico que político porque si así fuera estaríamos dando carta de naturaleza a una estrategia totalitaria que acabará por criminalizar la sociedad, sobre todo a los ciudadanos que lo han perdido todo o asisten alarmados al hundimiento de su poder adquisitivo frente al capital, que conserva todos sus privilegios y aún pide más, haciendo gala de una ambición ciega y una codicia sin límites. Así, acabaremos por admitir que el ámbito de lo público es un derroche. Es muy fácil. Se empieza haciendo bromas sobre el café de los funcionarios o los días de asuntos propios y se termina con la separación de poderes para que, sin justicia y sin ley, se finiquite el principio de igualdad y de paso el resto de los derechos fundamentales y los servicios públicos. Y si acaso la desigualdad pudiese activar la revolución de las conciencias y unir a un pueblo vapuleado, el descrédito acabará con cualquier empeño colectivo de hacer frente a los sediciosos económicos que asaltan el poder. Un sociedad dividida, desintegrada e insolidaria solo puede aspirar a la caridad y la beneficencia, las migajas del capital, nunca al estallido que prenda el espíritu del cambio. Si el ataque es contra el pueblo en su conjunto, la respuesta debe ser también de todos. La democracia está en peligro. Nos va la libertad, y con ella la vida, en el envite.

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