Crisis de la función pública

Crisis de la función pública

POR RAYMUNDO AMARO GUZMÁN
Consideramos función pública, en su más amplio sentido, la actividad de la exclusiva competencia del estado dirigida al cumplimiento de sus fines, ejecutada por una persona «vinculada estatutariamente a éste mediante una obligación de Derecho público; y aquellas, también de la misma naturaleza,

que usualmente los Poderes Ejecutivo y Legislativo trasfieren de la Administración Pública a entes de Derecho privado para su gestión, bajo la modalidad de descentralización por colaboración, como las autoridades concedidas a las instituciones de estudios superiores para expedir títulos universitarios con el mismo valor y alcance jurídico que los otorgados por la Universidad estatal. En esta entrega sólo nos referiremos a la primera noción.

Rafael Bielsa, a partir de la década de los años 30 señoreó en la región, principalmente en su país natal, Argentina, el liderato como autor en las ramas de Derecho constitucional y administrativo. Advertía a los poderes públicos de su pujante nación: «La estabilidad del servidor público no puede condicionarse a que la espada de Damocles del caiga encima cada cuatro años con ocasión de los cambios de gobiernos… la inseguridad angustiosa que crea el sistema de los despojos es algo que contribuye a que algunos funcionarios y empleados en trance de tener sus días de empleo contados, se entreguen a negocios, sumisiones y complicidades, a actos que no se justifican pero para algunos se explican ante el espectro del infortunio y la miseria».

Años más tarde, el Congreso de Argentina consagró constitucionalmente la estabilidad en la Carta Magna, corriente constitucional acogida por otras naciones como Uruguay, Colombia y Venezuela.

Como corolario del desafortunado y regresivo proceso constitucional dominicano, luego de que el legislador constituyente del 6 de noviembre de 1844 instituyera la inamovilidad de los agentes de la Administración Pública, derogado en la primera reforma constitucional de 1854, a ningún otro órgano con facultad para reformar o revisar la Constitución le ha interesado retomar ese principio, salvo la Asamblea Nacional constituida en Asamblea Revisora de 1994, cuando instituyó la inamovilidad de los actuales jueces; los únicos funcionarios de la Administración del Estado dominicano que no están sujetos a que la espada de Damocles les caiga encima a partir de los 16 de agosto de cada cuatro años. De ahí el fortalecimiento institucional de la administración de justicia dominicana.

Si la antes citada revisión constitucional de 1994 hubiera retomado el principio de estabilidad consagrado por el legislador constituyente de 1844, otra sería la situación del país en todos sus órdenes; pero esta aspiración social resultaba incompatible con el interés del liderato político de ese entonces: continuar con el infausto y corrupto sistema del botín político, instituyendo los cargos públicos como prebendas partidaristas.

Ningún país de América Latina ha acumulado en sus anales de evolución histórica de la Administración del Estado, los esfuerzos y precedentes constitucionales, legislativos, reglamentarios y doctrinales que el nuestro, en busca de un adecuado y moderno régimen estatutario de la función pública de carrera.

Es cierto que además del estatuto de los jueces, en el Poder Ejecutivo contamos con la Ley 14-91, de fecha 20 de mayo de 1991, de Servicio Civil y Carrera Administrativa y su reglamento de aplicación, bajo cuyo influjo fue diseñada la carrera de los encargados de impartir justicia. Dentro de la Administración Pública centralizada se han establecido adicionalmente las carreras Docente y del Ministerio Público, independiente del Servicio Civil, contrario a la exitosa experiencia de otras naciones más avanzadas, como Costa Rica, que ha incorporado la carrera docente en el ámbito del Servicio Civil para procurar la unidad y coherencia de los principios, sistemas y subsistemas que sustentan los modelos de gestión de dichas carreras.

En la ejecución de la citada Ley de Servicio Civil se ha logrado incoporar a la carrera administrativa una cantidad de aproximadamente 15,000 agentes, mientras la Secretaría de Estado de Educación ha conferido el status de carrera a más o menos 11,000 profesores, incoporaciones que apenas revelan un 10% del total de servidores públicos de carrera de la Administración central del Estado, situación diametralmente opuesta a la de otros naciones de la región, donde la vigencia del sistema de méritos ha tenido una aplicación ipso-facto, con mucho mayor cobertura y con una seguridad jurídica similar a la de los magistrados del orden judicial dominicano.

He ahí la debilidad de nuestro actual sistema de carreras administrativa y docente y de cualquier otro que se instituya dentro de la esfera del Poder Ejecutivo, en virtud del Art. 55 párrafo I de la Constitución, que confiere faculta al Presidente de la República para «nombrar los Secretarios de estado y Subsecretarios de Estado y los demás funcionarios y empleados públicos cuyo nombramiento no se atribuya a ningún otro poder u organismo autónomo reconocido por esta Constitución o por las leyes, aceptarles sus renuncias y removerlos». Los estatutos de la función pública que se han creado en la región desde 1937, cuando Getulio Vargas estableció en Brasil el régimen de recursos humanos oficial, hasta la última legislación en la materia, Estatuto de la Función Pública de Venezuela del 2001, han descansado en base constitucional.

Ante este estado de cosas, quienes diseñamos el sistema de la aludida Ley 14-91, conscientes de las prerrogativas constitucionales del Jefe de estado, no teníamos otra alternativa que, bajo el influjo del Código de Trabajo, recurrir al Art. 28 de la Ley de Servicio Civil en cuestión, que obliga al Estado a conceder una «indemnización económica equivalente al sueldo de un (1) mes por cada año de trabajo o fracción superior a seis (6) meses, sin que pueda exceder del salario de u año… » Este precepto ha cumplido una importante función social, al conceder prestaciones de hasta el medio de millón de pesos a meritorios agentes destituidos arbitrariamente, para designar en su lugar a un afiliado al partido en ejercicio del poder.

Lo más desalentador de nuestro sistema de carera es que la estabilidad conferida por la ley no puede condicionar la facultad que el indicado Art. 55 confiere al Presidente de la República, por cuanto limitaría su suprema posición jerárquica sobre la Administración Pública, tal y como ha sido reconocido por la Suprema Corte de Justicia. La única esperanza que abrigamos para fortalecer los sistemas de carreras dentro del Poder Ejecutivo, es que el Dr. Leonel Fernández, creyente del sistema de méritos, respete la estabilidad de los agentes incorporados a las carreras antes indicadas. Se impone, pues, la consagración constitucional de la estabilidad en el cargo para los agentes de carreras.

La gravedad del momento actual demanda del Jefe de Estado, iniciar de inmediato el rescate de la eficiencia y confiabilidad de la gestión estatal, así como de los principios éticos y de moral pública que deben sustentarla. Bien debería promover la erradicación del sistema clientelar, cuyo vergonzoso liderato ostentamos en América Latina, y ordenar que todo ingreso a la Administración Pública en los cientos de miles de cargos de carreras, se realice mediante concursos de libre competición, bajo la supervisión técnica de la ONAP, en base al mérito personal, y en igualdad de condiciones de aptitudes,preferir al afiliado perteneciente al Partido en ejercicio del Poder. Este pudiera ser su primer acto para consagrarse como nuestro estadista del Siglo XXI.

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