Conozco personas religiosas que no resisten la lectura de determinados capítulos del Antiguo Testamento. Porque no pueden creer o no pueden soportar, ni procesar racionalmente la idea de un Dios capaz de ordenar matanzas de hermanos por causa de desobediencia, o de niños inocentes, por ser parte de pueblos impíos que se interponían al avance del pueblo escogido.
Desde la óptica humana o humanista, eso sería pura aberración. Incluso la idea de que Dios tenga un pueblo favorito. Que ciertamente solamente lo era en el sentido de “pueblo sacado del oprobio de la esclavitud para que le sirviera en un plan que beneficiaría a toda la humanidad”.
Vistas desde la Lógica de Dios, estas cosas son no solo buenas alternativas, sino las mejores o posiblemente las únicas.
Especialmente debido a lecturas e interpretaciones dulcificadas y parcializadas del Nuevo Testamento, muchos creyentes no pueden creer que alguien tan buena gente como Jesús pueda ser realmente el hijo del terrible Yahvé, ese que mandaba enfermedades y plagas para castigar a culpables e inocentes de un solo soplo.
Muchos, en cambio, prefieren pensar que no hay un Dios o que, si lo hay, obviamente sería por lo menos tan indulgente y buena persona como ellos, los sujetos que así piensan: tan benévolo y caritativo como cualquier buen hijo de vecino.
La acomodación de la interpretación de la Biblia como el testimonio sobre un Dios excesivamente indulgente va perfectamente de la mano con los valores acomodaticios de la cultura de la satisfacción y del placer, con el relativismo y las corrientes panteístas orientales, según las cuales lo peor que nos podría pasar a los humanos que rechazásemos los mandatos de Yahvé sería meramente retrasarnos en el curso evolutivo, y resucitar siendo tal vez un cocodrilo en una próxima existencia o, como prefieren algunos cristianos, pasar unas vacaciones en una existencia de purificación, una especie de “spa” de terapias de reconstrucción espiritual, al que llaman purgatorio.
Una de las cosas más llamativas de estos críticos acérrimos de Jehová suele ser la actitud olímpica con que indican lo que ellos mismos harían para extirpar muchos males del mundo, como el hambre, la pobreza, la mortalidad infantil y otros tan terribles.
Tienen de sobra razón en tanto que nadie nacido de mujer desearía que sucedan esas cosas. Pero juzgar al Creador resulta una tarea demasiado atrevida y descabellada de parte de un mortal, por instruido y genial que fuere, especialmente cuando los criterios con que se lo intenta juzgar son precisamente los propios Divinos Mandamientos.
Nos cuesta admitir que todos los males que nos embargan son producto de nuestros errores y transgresiones. Pero la más crítica de las ofensas a Dios es desafiar su autoridad; sin la cual no es posible desarrollar su Plan Divino. Se trata de una autoridad basada en el amor paterno, para que jamás se nos ocurra desobedecerla, ni caer en idolatría ni devoción a seres humanos, personajes famosos o algún fetiche, principalmente dinero, poder o fama.
Bien leídos, coinciden perfectamente Antiguo y Nuevo Testamentos.