CRÍTICA
3 siglos de formación cultural en esta Isla

<STRONG>CRÍTICA<BR></STRONG>3 siglos de formación cultural en esta Isla

Los historiadores literarios dominicanos se copian unos a otros a partir de Pedro Henríquez Ureña y su obra “La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo” (1936) y de la depredación que hayan podido realizar de otros ensayos sueltos acerca del tema publicados por el insigne filólogo, crítico literario y lingüista.

A pesar de que todos dedican un capítulo a los escritores nacidos en la isla a partir del siglo XVI (1501-1600), el XVII (1601-1700) y el XVIII (1701-1800), pocos se han dedicado a escarbar, mediante el análisis de los textos escritos por dichos intelectuales, cómo se formó en ellos un pensamiento propio y distinto al colonial sustentador del sistema de dominación impuesto por la Corona española desde 1492 hasta 1795 y de esta última fecha hasta el llamado período de la España Boba (1809-1821) y, finalmente, el tramo de la última vicisitud peninsular en la Española (1861-1865), conocido como Anexión y guerra de la Restauración de la República de 1844.

Puede uno levantar la estadística de escritores nativos de la isla comenzada por Juan de Castellanos (“Elegías de varones ilustres de Indias), los “Discursos medicinales” de Juan Méndez Nieto o las correspondencias y reales cédulas entre los gobernadores y los monarcas españoles, y de esos intelectuales, dedicados casi todos a los juegos de salón, a los torneos poéticos y a la alabanza de los reyes y las autoridades coloniales, o al elogio mutuo, no se encuentra en todo el siglo XVI una pluralidad de hombres y mujeres de pluma, sino a la figura solitaria de Cristóbal de Llerena y su famoso entremés con el cual enfrentó al poder de su época.

La memoria del entremés de Llerena debió repercutir en los hombres y mujeres de pluma del siglo XVII para que un extranjero como el arzobispo Fernando de Carvajal y Rivera enfrentara el monopolio del comercio que ahogaba económicamente a nuestra isla y lastraba su desarrollo productivo y cultural, quien debió tomar nota de la relación que unos treinta años antes produjo el canónigo Luis Gerónimo de Alcocer en 1650 sobre la situación general de la isla y en punto a la religiosidad popular su investigación acerca de la migración del culto a la virgen de Alta Gracia de España a la isla.

Fuera de Alcocer y la requisitoria de Carvajal y Rivera, los demás intelectuales y escritores se suman al carro de la reproducción de la ideología colonial y aunque políticamente es el gran siglo de la miseria, lo es también el del surgimiento de los mulatos como fuerza que pugna, sino por desplazar, al menos por ocupar, junto a los peninsulares, los puestos burocráticos, eclesiásticos y educativos de la colonia, aunque sabedores de la imposibilidad de ocupar los cargos del mando político en virtud de la barrera de la ley de la limpieza de sangre.

Limpieza de sangre que fue contrastada por la realidad económica y social del poderoso clan de los judeoconversos que desde mitad del siglo XVI dominaron el comercio y el cabildo, pero como debían llevar una doble vida (públicamente comportarse como cristianos nuevos, y a veces como cristianos viejos cuando convenía, y con mostración de documentos falsos comprados en la Península; y, en privado, practicar los ritos judíos, según lo estudia Deive en su “Heterodoxia e Inquisición en Santo Domingo”).

Un hombre nacido a finales del XVII como Pedro Agustín Morell de Santa Cruz debe estudiarse en el XVIII, dado que parte de su infancia, adolescencia, juventud y adultez, así como su obra intelectual, pertenecen de lleno a esta última centuria y los efectos de acción pública refieren a ese tiempo.

Y justamente a finales de ese siglo XVIII es cuando la colonia comienza a despertar del largo letargo de la miseria del XVII, pero entonces ocurre lo que ningún criollo previó que podía suceder: la cesión de la parte oriental de la isla a Francia, como dación de pago de la desastrosa guerra europea perdida por la metrópoli, si bien la memoria histórica debió recordarles tanto a los nativos como a las autoridades peninsulares de la Española que a finales de aquel lejano siglo XVII España había reconocido como propiedad de Francia la parte occidental de la isla.

Pero como lo ha mostrado Pedro Andrés Pérez Cabral  en “La comunidad mulata”, con dialéctica singular y con un tono de barroquismo prolongado al siglo XX, en ese siglo XVIII ha concluido el largo proceso de mulatización de la sociedad colonial y ya el criollo que ha oído y tenido noticias de lo ocurrido en los Estados Unidos en 1776 y en Francia en 1789, pero sobre todo lo que está acaeciendo en la parte occidental de la isla con los negros y mulatos de Haití levantados en armas contra el dominio colonial francés, ha parado la oreja y por lo menos se ha dedicado a cavilar un poco acerca del destino de los criollos de la parte oriental.

Este malestar comenzó con las devastaciones de Osorio y aunque se quedó en malestar (Deive trabaja metafóricamente este período en su novela del mismo título), hasta ahora todo el proceso de la colonia, la cesión a Francia, la España Boba, la ocupación haitiana, la independencia y la Restauración no ha sido simbolizado como conflicto inacabable en una unidad artística novelesca: la escritura de las vicisitudes de la fundación metafórica de la casa de todos, poéticamente trabajada en parte por Cayo Claudio Espinal en “Utopía de los vínculos”.

La cesión a Francia fue vista como un momento pasajero por los criollos y las autoridades peninsulares que le sacaron las castañas del fuego a la Revolución como forma de contención de lo que sucedía en Haití. Es decir, que no fue hasta Palo Hincado cuando algunos criollos pensaron que la isla podía iniciar un destino como el de las demás colonias que se habían levantado en armas en contra de España, en aquel 1810. Y el río sonó, aunque no trajera mucha agua y palos, con la llamada conspiración de los italianos. Por algo les condenaron a muerte a casi todos y el proceso verbal está publicado en libros y revistas.

Después vino la Constitución de Cádiz, que permitió la libertad de prensa, de opinión, de cultos y otras añadiduras. Y la abolición de la esclavitud con Toussaint despertó los párpados cosidos durante tres siglos. Y la vuelta a la esclavitud los galos y la Reconquista de Sánchez Ramírez volvió a coser los párpados. Y después de la muerte del hidrópico, el liderato de Núñez de Cáceres impulsó los derechos de la Constitución de Cádiz y surgieron periódicos, y se abrió la Universidad y hubo ebullición cultural, pero la acción de la independencia efímera no cuajó, en parte porque mantuvo la esclavitud y la gente de Monte Grande, con Pablo Alix a la cabeza, no estaba por comer pelo de puerco. Todo se vino abajo, también por la lucha de intereses a lo interno de los independentistas. Y ahí surgió lo de Boyer, hecho oscuro que todo el mundo quiere resolver con estereotipos históricos, al ignorar que Núñez de Cáceres subió con el apoyo del sector de los partidarios de una unión con Haití, muy activos desde Santiago hasta las demarcaciones fronterizas.

Y en aquel siglo XVIII, el verbo, la cátedra y el ejercicio del periodismo, así como la publicación de libros en algunos casos, colocó en agenda el racionalismo de la Ilustración francesa en hombres como Bernardo Correa y Cidrón, Andrés López de Medrano, Núñez de Cáceres y otros de menos viso, pero de gran significación práctica. Ellos serán la memoria de 1844.

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