Crítica
De la hermosa inutilidad

<STRONG>Crítica<BR></STRONG>De la hermosa inutilidad

Soy –lo sospecho, lo temo, lo constato- un ser enteramente inútil, abocado a inútiles pasiones que con casi fatal seguridad me precipitarán por el derrocadero de la perdición.

En esta sociedad medularmente pragmática en que vivimos, en la que lo único que se aquilata es el éxito medido con el rasero del poder, la riqueza y el estatus, me siento un poco –lo confieso- como un explorador sin brújula extraviado en lo más intrincado de la jungla. Según es de ver, no me queda otro remedio que admitir mi desconsoladora situación. Nunca he acostumbrado a desentenderme de la realidad por amarga que sea, y a estas alturas de una existencia asiduamente deslumbrada, seguiré cerrado en banda, pues no tengo la menor intención de retractarme. La convicción en que se sustentan mis actos es pasión de vida, no credulidad ingenua.

He resuelto vivir para la inutilidad; he determinado ser un hombre inútil…, tenazmente inútil antes que desquiciadamente práctico. Aborrezco la patética lucidez de quienes saben apacentar una existencia muelle entre eructos de manjares engullidos, torpezas de lubricidad desenfrenada y ofrendas de genuflexiones serviles. Muy distinto es lo que procuro; y quien cure de la verdad sabe muy bien que cada cual es las metas que persigue. A mí sólo me interesa lo imposible. Lo demás me tiene sin cuidado. Más de una forma hay de ser realista; y a mi modo lo soy.

Es cierto que no al estilo del tendero para quien la seguridad individual entendida como salvaguarda de su preciosa e insignificante tarea de engordar la cuenta bancaria constituye preocupación exclusiva y excluyente; pero sí al estilo de quien ha aprendido a apreciar que el instante que se disfruta a plenitud es el único instante que se vive; de quien ha llegado a la conclusión de que la muerte no es el final incongruente de una travesía tormentosa, sino el sentido más profundo del viaje en el que estamos embarcados bajo esta piel humana. Cuando la muerte se convierte en el aldabonazo final que infunde su significado inconfundible a la existencia, se puede vivir inútilmente con toda tranquilidad y la sonrisa a flor de labios.

 Es a buen seguro lo que hago. Sólo la entrañable inutilidad de mis acciones es capaz de brindarme la paz y el reposo que mi frágil espíritu reclama… También es verdad, dicho sea de paso, que mi testarudez en lo que respecta a fijarme objetivos escandalosamente utópicos, desmesurados, irrealistas, no deja de acarrearme de claro en claro graves tropiezos. En una sociedad áptera, calculadora y egoísta no se puede impunemente defender la inutilidad. Pareja actitud no puede sino lucir sospechosamente subversiva, y si hay algo con lo que el pragmatismo no ha sido jamás tolerante es con el disturbio, el alboroto y el motín.

Así pues, sin proponérmelo, sin buscarlo, sin desearlo, heme aquí enfrentado, minúsculo Quijote, a las fauces letales de un monstruo aterrador. El desenlace es perfectamente previsible; no es preciso poseer dotes de adivino para ello. Pero el saldo, en términos de trascendencia, quizás no lo sea tanto. Porque el desenlace involucra solamente el ser consciente, individual, mientras que el efecto que deriva de esa asumida y glorificada inutilidad se manifiesta no en el plano efímero de la existencia histórica individual, sino en el firmamento de un gesto insobornable que hace honor a la especie, de una altiva propuesta de vida humana diferente y superior.

 

 Si al cabo estoy de lo que se cuece en los pagos del alma, sólo la inutilidad torna valiosa y perdurable la existencia humana. La arranca del determinismo y la fatalidad. Le otorga esa cualidad de libre de que tanto solemos vanagloriarnos. El utilitarismo de la vida cotidiana es la muerte de al fecundidad creadora. La vida no es útil.

El hombre no es útil. Cuando lo utilizo o pretendo hacerlo, lo degrado, lo convierto en objeto de manipulación y me convierto a mí mismo en lamentable marioneta de mis propias necesidades utilitarias… Abomino del pragmatismo grosero y mercantil de esta civilización prosaica de tenderos, de esta época de mercenarios apetitos. Me repugnan los grandes estómagos ahítos, la estulticia de tanta mente cuadriculada, los perversos laberintos por los que la codicia extravía al amor convirtiéndolo en solitaria satisfacción ególatra… No, déjenme hacer lo que siempre he hecho: poesía, sueño…, soy feliz contemplando las olas del mar, entrego mi amistad como la lluvia, regalo mi sensualidad y mi erotismo en el abrazo ingenuo del placer, río y lloro, camino de noche bajo un cielo de invisibles luceros que me escrutan, converso en voz alta con mi sombra y vivo para seguir viviendo, para ofrendarme entero, desnudo, despojado al ósculo amoroso de la nada… En eso consiste, si no ando corto de razones, vivir para la inutilidad… La nada me ha susurrado al oído que hay que vivir inútilmente. ¿Para qué atesorar riquezas? ¿Para qué ambicionar poder? ¿Para qué correr a la husma de pompas y de honores? Parejos afanes los dejaré al hombre pragmático que cree saber cómo cambiar en el mercado de la emoción y en la bolsa de valores del espíritu un poema, una obra de arte, una profunda idea en billetes de banco. Dejaré esos afanes, sí, a los realistas y utilitarios, a los que pisan sólidamente la tierra con sus dos pies -¡pobres, no saben que nadie pisa la tierra impunemente!-, a los que conocen todas las escaleras por donde trepar a los más altos mentideros de la fama.

 

 Y en lo que el hacha va y viene, a la chita callando, como los pájaros seguiré trinando inútilmente de rama en rama, y seguiré transmutando el crepúsculo en canciones y enderezando por la ruta de mi vieja canción hacia el crepúsculo… ¡Qué vida tan hermosa la mía! ¡Qué vida tan hermosa e inútil!.

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