CRÍTICA
El apocalipsis visto por Carlos Fuentes

<STRONG>CRÍTICA<BR></STRONG>El apocalipsis visto por Carlos Fuentes

El “Apocalipsis está de moda”, dice la estudiosa y crítica literaria norteamericana Lois Parkinson Zamora al iniciar su estudio Writing the Apocalypse, centrado en torno a las visiones históricas y míticas de autores norte y sudamericanos como Thomas Pynchon, John Barth, Walker Percy, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.

En México, país abierto a una profunda transición y expuesto a las leyes de un cambio del cual la mayoría de las veces sólo somos espectadores, existe una tradición apocalíptica, milenaria y mesiánica en la cual convergen nuestras diversas raíces.   Al don de la ubicuidad de la metáfora y de la imagen corresponde el don de perpetuidad de unas conjugaciones que emplean un presente intensivo y que siempre está sucediendo, un gerundio en cascada —uno de los modos verbales preferidos de, por ejemplo, Carlos Fuentes— donde el sujeto se borra y se transforma así en un adverbio de ese verbo central que conjuga buena parte de la literatura mexicana contemporánea: destruir. El presente abrasador de ese verbo es el espacio en que se da el Fin del Mundo, que se identifica espontánea y naturalmente con el fin de la ciudad.

A la sensación vertiginosa, a la náusea que produce lo ilimitado de la ciudad, corresponde en lo literario la necesidad de imaginar un perímetro, de dibujar un límite que sólo puede ser el Fin.    La literatura narrativa asume de diversas formas el escatológico tema de la Revelación en la historia y de la historia. Si los poetas sostienen la visión exaltada del profeta sostenido en vilo por el enunciado del final del mundo, recordándolo pero también inventándolo y provocándolo con sus palabras, los narradores presentan una visión uniforme en otro sentido, y de la narrativa mexicana contemporánea se desprende aristotélicamente una unidad de lugar y de paisaje que no deja de suscitar la reflexión.  

Este fin de la historia se localiza y representa en México en las narraciones de Carlos Fuentes, en particular y para efectos de este examen, en Cristóbal nonato, aunque la imaginación del último día sea una idea reelaborada por Fuentes a lo largo de toda su obra.   “Final de la historia”, es decir anhelo no formalmente expresado de un nuevo principio. Si al descoyuntamiento de que son objeto los cuerpos en el Apocalipsis corresponde en lo social un desmembramiento de los actores e interlocutores sociales, sabremos reconocer en esta literatura uno de los pocos espacios imaginarios y culturales públicos que sobreviven a la fragmentación e insularización que, con diverso signo, parecen ser el fantasma solipsista y narcisista que recorre y dispersa a la literatura mexicana contemporánea.  El presagio del fin, su imaginación y narración representan, si no una constante absoluta, sí un motivo familiar y recurrente en la obra de Carlos Fuentes.

Lois Parkinson Zamora ha estudiado esta imaginación del fin de la historia en Terra nostra, una de las novelas decisivas en la obra de Fuentes, ya que en ella desembocan y se resuelven, se dan cita catártica y profética muchos de los temas y asuntos manejados por él tanto hasta esa fecha como ulteriormente. Así pues, Terra nostra no sólo encarna una profecía sobre la historia sino que resulta en sí misma una obra profética, anunciadora de los movimientos próximos y futuros.

 Diez años después Carlos Fuentes recapitularía sus visiones proféticas sobre México en Cristóbal nonato, ese monumental carnaval narrativo que es como una nueva visita a La región nunca (ya nunca) más transparente y un espacio narrativo donde el espectáculo del fin se da y se reitera con una virulencia y una agudeza inusuales, verdaderamente proféticas y visionarias en la medida en que se logra hacer de las historias fingidas por la ficción, un solo, un Gran Transparente, un vidrio verbal capaz de fundir y hermanar figuras, personajes, movimientos y condiciones profundos de la historia.

No será extraño entonces que se trate de una novela alentada por el impulso de una simpatía universal, puesta en vilo por un risueño buen humor donde a veces el Apocalipsis cobra el carácter de una conflagración florida, de un espectáculo tragicómico de lo innombrable, teatro de lo inconcluso, Fin del mundo, vuelto enunciable y memorable en virtud de una imaginación que va haciendo la crónica divertida y diversa de los finales mexicanos al mismo tiempo que restablece entre el lector y los personajes de la novela lazos solidarios y de simpatía, complicidades irónicas y humorísticas promiscuidades.

El Teatro de Oklahoma de Kafka reencarnado en México… Por otra parte, una de las intuiciones de Cristóbal Nonato es la que alcanza a enunciar una simetría entre el Fin del Mundo y el Fin de Nuestro Mundo, entre el Apocalipsis y el Ocaso del Sistema Político Mexicano. Pero cabe apuntar antes de proseguir que si este Juicio Final de la historia aparece en la novela como algo que ya sucedió antes de 1992, ayer en los idus de mayo de 1995, ya no nos encontraríamos ante el ocaso de ese sistema sino en los albores de una nueva formación social y política que sólo los demonios de la inercia y los guardianes del derecho consuetudinarios no nos permitirían reconocer.

Pero veamos más de cerca esa nación imaginaria descrita en el Cristóbal de Fuentes, pues tal vez a contraluz de su lectura podremos adivinar mejor las formas de ese México nonato. En esa época imaginaria, la República Mexicana ya se ha desmembrado y ha aparecido por lo menos un nuevo estado, “Mexamérica, independiente de México y de los Estados Unidos”.

Se trata de un vasto territorio que se ha emancipado espontáneamente de ambos países y donde “ya nadie le hace el menor caso a los gobiernos de México y de Washington”, una “especie de corredor polaco entre México y los Estados Unidos de Norteamérica que supuestamente se declaró independiente de ambos países aunque en realidad servía a los intereses de ambos”. Por otra parte casi todos los territorios de la Costa del Pacífico han zozobrado en un enigmático e inquietante silencio: nadie puede explicar por qué ya “no se habla de estas tierras, a quién le pertenecían, por qué no había explicaciones, por qué era la República Mexicana una especie de espectro de su antigua Cornucopia”.

Al parecer, se ha constituido una nueva federación en la Cuenca del Pacífico llamada precisamente “Pacífica”.     

En otro orden de ideas, en Cristóbal nonato al canibalismo ciudadano corresponde el “ecocidio del Anáhuac”, tal vez porque como dice Pacheco, “toda ciudad se funde en la violencia y en el crimen de hermano contra hermano”. Ese crimen alcanzará a imponer deformaciones anatómicas en el México de Cristóbal nonato donde la muerte de la tierra alcanza tal grado que ya nadie puede andar descalzo y produce “esa costra protectora de caucho humano que les ha venido saliendo a los niños citadinos”, “huaraches de nacimiento”.

Es la fealdad que ha impuesto a este país “la riqueza y la arrogancia”, la vergüenza de su pobreza que nos hace “sentirnos incómodos con nuestro pasado pero mucho más con nuestro presente”. Por supuesto, el lenguaje no sabría escapar de esta descomposición. Sobre el territorio fragmentado es lógico que la lengua sufra esa misma dispersión, que la lengua quede reducida a jergas y que la disolución de esa Babel horizontal que es la ciudad de México asista también a la explosión de idiomas, idiolectos, jergas y códigos más o menos privados.

Desde las jergas personales y hasta cierto punto prestigiosas como el “gabachototacho” de la señora de los umbrales, Ada Chin, y de sus variedades como el “totacho” hasta el “econotacho”, el slang “ánglatl” y todas las lenguas débiles y retrasadas de “la clase media o de las barriadas” pasando, claro, por la “jerga particular” desarrollada por la civilización (ambulante) de las radios de Banda Ciudadana y por la elocuencia adiposa y culterana, aduladora y melosa de los políticos que enuncian en privado una cosa y en público lo contrario y cuyo prototipo es el inolvidable Homero Fagoaga, o por el lenguaje de los concursos inventado por Federico Robles Chacón —hijo de un hijo de la región más transparente— para gobernar a México —“país de hombres tristes y niños alegres”— a punta de cantinfladas.

En esta economía del lenguaje gobernada por el espíritu apocalíptico de Babel e iluminada por el fuego de un Pentecostés solidario que desciende sobre los huérfanos y los parias, la palabra debe nacer “de una colaboración colectiva (pero) secreta” y buscar lo nuevo será buscar lo secreto a través del sexo de las contradicciones que es la lengua.

La lengua, ese timón del alma personal y del alma nacional, la lengua promiscua y porosa, sucia como una jerga o intacta en su velo, la lengua que tal vez ya ha vendido su alma al diablo, la que nos hace exclamar “carajo, que nos lleve el diablo pero que nos lleve en español” será la creadora del clímax narrativo de Cristóbal nonato.

 Carlos Fuentes.  al igual que otros escritores mexicanos  expone en sus narraciones esa órbita que lleva a reconocer al escritor que la honestidad ante el paisaje y la historia social y personal no puede ser concebida sin una honestidad simétrica ante los problemas del lenguaje de la obra de arte. El camino del escritor corre sobre el filo de la navaja, pues el desequilibrio en cualquiera de los dos sentidos lleva muy pronto al crimen y sólo puede hacer perder el rostro, los rostros.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas