Crítica
El discreto encanto del vodevil

<STRONG>Crítica</STRONG><BR>El discreto encanto del vodevil

¿A quién no le gusta reír? ¿Quién no halla placer y desahogo en la risa?

Desde que adquirió milenios atrás el puñado de atributos idiosincrásicos, inequívocos, que le permitieron acceder a la condición -ignoro si gloriosa o trágica- que solemos calificar de “humana”, hombres y mujeres reímos. Tan peculiar y distintiva es la capacidad de reír, de hacer burla de lo que en los adentros nos ocurre cuanto de lo que a nuestro derredor sucede, que así como fuera el hombre llamado por sesudos filósofos “animal político” o “animal racional”, si al cabo estoy de lo que pasa, no andaría incurso en desatino quien, dando de él nueva y acaso imprevista definición, le tildara de “criatura jocosa”.

Pues a poco reflexionamos en el asunto traído a colación en los renglones que anteceden, de algo podemos estar muy ciertos: no es menos específica de la humana índole  la capacidad de enhebrar ideas abstractas o de organizar la vida comunitaria mediante instituciones ciudadanas, que la de reír y tomar a broma defectos, contratiempos, desconciertos y desaires tanto ajenos como propios. Basta, en efecto, observar con una pizca de atención el multitudinario y variopinto universo de seres animados con el que el orgulloso “homo sapiens” comparte la redondez del planeta, para que a nadie se le oculte –salvo que sufra de incurable ceguera- que sólo al despabilado y conflictivo descendiente de Eva le fue  concedida, a la vez que la facultad de pensar, de hablar y de llorar, la virtud inestimable de la risa.

No hay que hacer gala en verdad de impar agudeza ni ostentar blasones de erudición copiosa para caer en la cuenta de que, con carácter exclusivo, le ha sido conferida al género humano la potestad de reír y de hacer mofa, chacota, chiste, sátira y parodia de los tropiezos, vicios y trastornos que la vida depara. Porque en cuanto puede conjeturarse me sacarán verdadero si insisto y proclamo que en la entera faz de la tierra no ha aparecido una vaca, un canario, una cucaracha o un gusano capaces de reír o, al menos noticia de tan insólita aparición no ha llegado todavía a mis oídos.

Y por ser la risa una de las expresiones emocionales más gratas, el semblante risueño se ha convertido poco menos que en el emblema mismo de la felicidad. Cuando reímos dejamos atrás preocupaciones, cuitas, desencantos. Torna la risa más amable la existencia porque es –nadie con un adarme de sensatez osará contradecirme- el inapreciable resultado de una saludable visión de las cosas rubricada por la tolerancia, la alegría y el desenfado. La risa, si bien se mira, tiene siempre algo de pueril; remite al niño que fuimos un día, que supo jugar y divertirse con el juego; nos retrotrae al período mágico de la infancia en el que, en virtud del predominio de la fantasía, todo era posible, etapa de la existencia que el adulto cargado de obligaciones, cercado por ineludibles compromisos, presa de aburrimiento, temores e inseguridad, añora y al que –aunque no lo sospeche- rinde sin rebozo tributo con cada sonrisa placentera que a sus labios aflora y cada placentera carcajada que en su garganta estalla.

Como era de rigor esperar, siendo el natural jocoso del hombre uno de los rasgos que más contribuyen a singularizarlo, no podía dejar de afirmarse antes temprano que tarde una manifestación de orden cultural rápidamente institucionalizada en la que se entronizaba y glorificaba el poder de la risa. Surgió así, primero entre los griegos de la Antigua Hélade –que fueron inventores de casi todo lo que todavía reputamos por esencial y valioso en Occidente- y centurias después entre otros pueblos civilizados, el género dramático bautizado con el nombre de “comedia”. Nació la comedia a partir del culto fálico a Dioniso, el Dios de la embriaguez y del éxtasis carnal, encarnación de la alegría de vivir y del olvido de las preocupaciones. El germen del aludido género podemos hallarlo, al decir de los entendidos, en cuyo número no me cuento yo, en las procesiones que se realizaban durante las Fiestas Dionisias de Atenas, cuyos comparsas, mientras acompañaban a los “phalloi”, dirigían canciones humorísticas y chanzas a los miembros del cortejo y a los propios espectadores. No por casualidad el vocablo “comedia”, en griego “komoidia”, significa “canto de un komos”, y “komos” es el término que a su vez designa la antes referida procesión de comparsas que con movimientos, gestos y palabras de grueso calibre cantaban y bailaban para festejar a la deidad del vino.

Cortos nos quedaríamos, no embargante, si diéramos en pensar que los atenienses se circunscribieron a crear el drama cómico; fueron ellos también los primeros que ensayaron definirlo y no es, por consiguiente, fruto del azar que la explicación de mayor solera acerca de la naturaleza de la comedia haya que espigarla en la “Poética” de Aristóteles, quien la tiene por “imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo risible, que es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y una fealdad que no causa dolor ni daño…”

En resolución, lo que el género de la comedia pretendía lograr en sus orígenes y continúa aún hoy persiguiendo –sin renunciar, va de suyo, a un objetivo moralizador y de censura social- era divertir, entretener, distraer, alegrar. En pos de parejo cometido acude el comediógrafo (lo hacía antaño el viejo Aristófanes como hogaño siguen haciéndolo sus incontables seguidores) a un uso lúdico del lenguaje (juego de palabras, equívocos, chistes, desembozadas alusiones en tono de guasa a conocidas circunstancias histórico-locales que el grueso del público tiene bien presentes, etc.). y, sobre todo, acude el autor de ficciones teatrales cómicas a una presentación caricaturesca de tipos humanos, centrada –no podía dejar de ser así- en la exageración de ciertas manías y resabios cuyo fin es procurar hilaridad.

Parejos expedientes humorísticos fueron los que no sin chispa e ingenio sazonaron el sainete “Me dejó por Nueva York” que con libreto de Roberto Ängel Salcedo me hizo reír de buena gana la otra noche en la Sala Carlos Piantini del Teatro Nacional. De parar mientes a su argumento y enrevesadas peripecias la referida obra cabe ser perfectamente clasificada dentro del género de la comedia de intriga o de enredo, sin que por ello dejen de asomar también numerosas pinceladas que refieren a una desenfadada crítica de costumbres.

A buen seguro que “Me dejó por Nueva York”, aquilatada desde una perspectiva rigurosamente estética, no será recordada como una de las memorables y señaladas expresiones de la dramaturgia criolla contemporánea. Pero creo no andar desasistido de razón al suponer que no era esa ni mucho menos la aspiración de su autor y de quienes la llevaron a escena. Dicho en brinco y medio y lenguaje paladino, libretista, directora y actores lo que ambicionaban y en buena hora consiguieron era hacer pasar al público –por cierto caudaloso- un rato ameno de regocijado desahogo. Y a no juzgar el lector de otra manera, soy del dictamen de que esta forma de teatro ceñida desde el punto de vista artístico a un concepto por entero convencional, atenida a los paradigmas tradicionales de lo burlesco, teatro ligero apegado al gag y a lo llano y directo, cuando no incurre en la vulgaridad o en la chabacanería ni fastidia con anécdotas aburridas y ofensivas interpretaciones, tiene derecho a conservar un espacio en las salas de nuestro país.

Considerada a este viso sería fuera de propósito (en el entendido de que la preferencia me incline, como es el caso, hacia un estilo teatral de más calado humano, poético y creador), sería, reitero, improcedente negar por motivo semejante el pan y la sal a la comedia “Me dejó por Nueva York”. Porque si de lo que se trataba era de hacer reír no es dar cobre por oro afirmar que el aludido sainete desató la risa y no al menudeo sino al por mayor… Y esto en razón de la disparatada truculencia de los conflictos, el ritmo frenético de los diversos cuadros –ritmo que nunca perdió el aliento-, los acertados efectos musicales, de danza y escenográficos y last but not least, entre otros méritos que no conviene dar de barato pero que en gracia a la brevedad omitiré, unas actuaciones muy honorables dentro del espíritu volcado a la sátira y la ridiculización de la obra que estamos a punto largo comentando.

En particular me satisficieron las ejecutorias de Irving Alberto en su papel de paisa colombiano mafioso, Carmen Elena Manrique con su personaje de frívola soberbia, José Manuel Rodríguez en su encarnación de afeminado chismoso y, por descontado, la interpretación de Fausto Mata, quien demostró poseer en el ámbito del arte del Clown y lo payasesco cualidades histriónicas notables.

Queda aún por añadir que el vívido y lúdico desarrollo del montaje holgará el lector que lo atribuya en no chica medida a la atinada dirección de Graciela Olivero.

Y como nada más lejos de mis intenciones que provocar bostezos alongando sin discreción ni tasa estos escolios del todo prescindibles en torno a un espectáculo acaso trivial pero a las claras divertido, concédaseme en este lugar dejar en reposo mi pluma, que antes por el esfuerzo que por el resultado, harto bien merecido se lo tiene.

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