CRÍTICA
José Enrique García metáfora de la patria

<STRONG>CRÍTICA<BR></STRONG>José Enrique García metáfora de la patria

Existe una similitud metafórica y semántica entre el discurso poético de José Enrique García y el de Cayo Claudio Espinal cuando nombran sistemáticamente a la patria, a su país, como la casa y a partir de ese vocablo desarrollan todo el pensar y la crítica a lo que no ha funcionado en esta sociedad.

Sorprende que  la estrategia poética  coincidente  en  ambos poetas haya comenzado por el rechazo a la poesía del compromiso político que en el lapso 1966-1979 tuvo un momentáneo éxito mediático con el apoyo total de los partidos de izquierda, pero cuyo eclipse comenzó a inicios de los años 80 y tuvo su entierro definitivo con la caída del muro de Berlín.

Más que en Espinal, en García existe en cada libro, una necesidad de referir constantemente una teoría poética, tal vez para trazar la frontera que le separa de la llamada “joven poesía” que cultivaba frenéticamente la poesía de la pólvora, rechazada por estos dos hoy grandes poetas cibaeños, quienes prefirieron bebe en la fuente y las orientaciones de Freddy Gatón Arce, Mieses Burgos y Manuel Rueda antes que entregarse a los brazos de la poesía al servicio de la lucha de clases y la revolución. Si hubiesen seguido ese camino, su destino hubiese sido hoy el mismo de la Joven Poesía, la cual se secó junto con su teoría del compromiso político, a pesar de que José Rafael Lantigua reivindicó ese modelo ideológico de la poesía al realizar la semblanza de Mateo Morrison la noche que recibió el Premio Nacional de Literatura, luego de haber condenado, en los 70 semejante forma de poetizar, lo cual reveló una falta de sindéresis propia de las poses de conveniencia según las circunstancias.

García, en el poema “Distancia”, incluido en su libro de 1977 Meditaciones alrededor de una sospecha, planta distancia con respecto a la poesía comprometida que no representa lo vivido, por lo cual se convierte en artificio retórico: “Vi partir a los jóvenes soldados/iban callados./Vi también regresar/a los mismos jóvenes soldados,/venían muy callados./Yo no viví la muerte de los muertos,/y para no ofender su nombre/con una torpe imagen/no escribo de la guerra./Eso sí:/escribo del combate/que libro con el mundo/y hasta conmigo mismo.”

El poeta, en el poema 16 de Huellas de la Memoria (1994) traza el deslinde con respecto a lo que no es la poesía con la reafirmación de lo que es un poema:

“Lo verosímil/el poema,
/ahí los hechos se asientan.
 /La imaginación reposa
como un vino antiguo.

/Con la lengua, el poema,
/el caminar, los hallazgos
y asombros, las dudas,
/las arenas serenadas
y los inciertos porvenires…”

En la poesía comprometida no hay dudas ni incertidumbre, como se dice aquí que existen en la escritura del poema. En la poesía de la pólvora solamente hay certidumbre, verdad, porque la revolución o la lucha de clases son el dogma revelado y quien entra ahí y se sale de la norma se le aplican los castigos condignos, como en la época de la Contrarreforma. Quienes lean las obras reunidas de García encontrarán en cada una de ellas esta continua iteración como deseo de reafirmación de la subjetividad del yo poético.

Cada obra de García es una poetización de la metaforización de la casa, cuyo funcionamiento es el de la patria. Pero esa casa está poblada por el hombre y la mujer como pareja fundamental en torno a la cual giran los hijos, los abuelos, los elementos de la naturaleza, los animales domésticos o montaraces, los ríos y arroyos, la escasez de los alimentos y la lucha de los sujetos por conseguirlos.

Es una poética del terruño primero, parecida al canto de su tierra y a España inventado por Gabriel y Galán, y en segundo lugar a la nostalgia por encontrar la patria dominicana. Y la patria está sembrada de casas como las que pasan a través de los poemas de García y quienes las pueblan confrontan los mismos problemas y las mismas luchas encaminadas a fundar la casa individual que es casa de todos, como en Cayo Claudio Espinal.

En el poema “Perennidad del aire”, incluido en el libro Recodo (2000), García parece darle categoría capital para la vida a este elemento, si bien no anula la apología del agua de Heráclito: “Si al hombre (…)/no le es permitido bañarse/dos veces en la misma agua (…)/igual, no se le concede, la gracia de refrescar el andar/con un mismo aire.” (p.324)

Creo que el poeta García ha fundado su mundo, su visión, sus aspiraciones, en una filosofía sencilla de amor y cultivo de los elementos primordiales de la vida. Por eso no existe en ninguna de sus poemas las grandes explicaciones  sobre el origen del universo, las grandes teorías de la historia, la filosofía y las religiones. Él tiene el asiento de su yo narrador en los elementos sencillos que pueblan al sujeto común y ordinario que vive, no solo en contacto con, sino que es poblado y arropado por la naturaleza. Y en ese entorno juega su papel el alfarero, el fabulador, que es en definitiva el sujeto poético a través del cual poseen sentido los hombres, mujeres y  elementos que les rodean el pequeño universo o terruño donde se escenifica la vida.

La preocupación del poeta-fabulador o alfarero dista mucho de los temas comunes a casi todos los poetas de su generación o contemporaneidad, quienes cantan a las grandes soluciones de los problemas del mundo.

El poeta García se ha contentado con el rol modesto de cantarle al hombre y la mujer comunes y al pequeño universo que puebla esos pequeños y destartalados ranchos que el ojo del viandante atisba desde la carretera, en un auto en marcha, como en el Incháustegui Cabral de “Poemas de una sola angustia”, el Bosch de “Luis Pie” o “Un niño”, o esa centena de intelectuales que no ha salido de la Capital o de las capitales provinciales y nunca ha bebido agua de la tinaja campesina, pero sí de la fuente de las grandes construcciones metafísicas que son la delicia de los poetas sin dientes, es decir, de los inofensivos e inocuos, que ya no muerden.

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