Critica
Mi inmenso patrimonio

<STRONG>Critica<BR></STRONG>Mi inmenso patrimonio

LEÓN DAVID
Soy hombre colmado de riquezas…  Si creyera en la suerte, diría que ha sido esta extremadamente generosa conmigo. ¿Por qué?: No se debe, desde luego, a que el oro me haya llovido a cántaros. No me he ganado la lotería ni ningún pariente millonario ha tenido la condescendencia de morir y dejarme como único heredero. No sé lo que es ahorrar. Vivo al día.

Lo que por la puerta delantera ingresa, por la de atrás ya está saliendo de inmediato. Esto, paradójicamente, forma parta de mi dicha. Pues has de saber, invisible lector, que mi opulento patrimonio –del que nadie podrá jamás despojarme- consiste antes que en lo que he logrado acumular, en lo que jamás he deseado poseer. Tengo todo lo que no deseo. Dueño soy de lo que en los demás no envidio. No habito en vivienda lujosa, pero no ha faltado el techo que me dé protección. No he abultado mi ropero ni cuelgan en él las prendas finas, pero no me he visto en la necesidad de andar desnudo por la calle.

No suelo comer manjares delicados ni saborear platos exóticos en restaurantes distinguidos, pero hambre, que yo recuerde, no la he sufrido. Gozo de excelente salud. Pronto cumpliré sesenta y tres años y me siento más vigoroso y juvenil que nunca. No obstante la descortesía de arrugas y canas, me complace mi físico o la imagen que de él me devuelve el espejo. Me acepto tal cual soy y el hecho de que tenga cierta tendencia a engordar en ninguna medida me acompleja, por lo que sonrío cada vez que algún amigo me recomienda que cuide la figura.

Mi vida transcurre de manera sosegada aunque no rutinaria, sistemática, monótona no. Trabajo en lo que me gusta y, por consiguiente consagro la mayor parte de mi tiempo a trabajar, esto es, a realizar cosas agradables que me estimulan y satisfacen. El resto de mi recargado horario lo dedico a divertirme y a descansar porque la diversión agota. De ordinario ando de un humor excelente, y aunque en ocasiones me disgusto o me entristezco –tristeza y disgusto también son parte de la vida- rápidamente recobro, como el mar después de la tormenta, mi natural mansedumbre.

Como carezco de dinero o de otras fuentes de manutención salvo mis propias ideas, no me quiebro la cabeza pensando en qué voy a invertir mis inexistentes caudales para que se reproduzcan con la mayor presteza y seguridad; no me preocupan los acrobáticos saltos  de la bolsa de valores, la inestabilidad del mercado financiero, ni las limitaciones de crédito de la banca privada o estatal. Por lo mismo, no le temo a los ladrones, pues poco encontrarán para llevarse; y, sobre todo, esquivo la peligrosa enemistad de posibles competidores y los halagos engañosos del amigo interesado, que nunca falta la hora de la abundancia y que, más veloz que el viento se desvanece cuando lo llamas para solicitarle algún favor.

Como tampoco deseo ascender –extraña expresión que siempre me ha resultado poco comprensible-, no tengo que disimular ni emprender acciones que me fastidian con el fin de complacer a unos o de perjudicar a otros. Esto da pie a que me solace a mis anchas, pues para obrar no me veo en la penosa situación de tomar en cuenta lo que los demás puedan opinar en torno a mi conducta. Y como nunca he ansiado el poder ni me ha enloquecido la idea de convertirme en líder  -mucho menos en caudillo-, no me he entrampado en la obligación de hacer demagogia con las “masas”, de probar mi vocación de servicio al pueblo, ni de llevar a la práctica arteras maquinaciones, proceder indispensable si el poder fuera mi objetivo.

Dado que no compito, nunca pierdo; y como no pierdo, siempre me he considerado triunfador. He aquí mi elemental consigna. Pero ¡cuidado!: no pretendo que nadie me siga; sólo soy capaz de conducir mi propia existencia… Otra de mis riquezas es que tampoco acumulo verdades. Y como no presumo de ser el más sabio ni el más experimentado, no me creo con el derecho de imponer a los demás mis personales criterios, ni sufro ni me indigna que haya innumerables muchedumbres que, acaso con prudencia, piensan de manera distinta a mí…

Por último, como vivo aplaudiéndome silenciosamente por todo lo que hago, no tengo por qué comprar aplausos a la galería. Los míos me bastan y me sobran. Al no buscar reconocimientos que no necesito, no me hallo forzado a soportar poses de simpatía o a congelar la sonrisa como la vedette a quien van a sacar una fotografía para promocionar su imagen. Asimismo, puesto que mi auto-estima no depende de la ajena aprobación, me puedo permitir el lujo de deambular tranquilo por la calle disfrutando de mi glorioso anonimato… En resolución –cerremos el libro de contabilidad-, por todas las razones que acabo de traer al buen tun tun a la cuartilla y muchas otras que en este instante no han tenido la urbanidad de aflorar a mi mente, he caído en cuenta de que soy hombre colmado de riquezas.

Habiendo suprimido de mi existencia lo innecesario, puedo consagrarme a lo que en verdad importa: vivir… Mi tesoro es –ya lo dije- no preocuparme en acumular dinero y bienes; mi fortuna, no codiciar la fortuna de cuantos me rodean; mi bienestar, interesarme en lo que soy y no en lo que pose o o dejo de poseer. ¿De qué me serviría ser millonario? La capacidad individual de consumo se aviene a límites muy estrechos. Ni el más glotón de los burgueses podrá jamás tragar de una sentada quince bifes o veinte faisanes o diez langostas. Ni el más elegante dandy podrá echarse encima cinco fracs o siete tenidas deportivas. Ni el más próspero hombre de empresas  podrá tampoco viajar en tres aviones privados a la vez ni habitar doce mansiones diferentes de manera simultánea… Lo único que no tiene límites es la codicia que la inseguridad genera y la letal ansiedad que el afán de posesión provoca… Yo, que soy, gracias a mis carencias, un potentado orondo.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas