Crítica
Molina y el primer concierto OSN

<STRONG>Crítica<BR></STRONG>Molina y el primer concierto OSN

Luego de una larga serie de embargos y tropiezos cuyas causas no es de este lugar traer a colación, inconvenientes que, entre otros perjuicios, redujeron a una cantidad insignificante, por entero insatisfactoria, las apariciones de nuestra más señalada agrupación musical, luego de tan deplorables sucesos, decía,  el Concierto de Gala del pasado 30 de septiembre que dirigida por el talentoso Maestro José Antonio Molina la Orquesta Sinfónica Nacional nos obsequiara, marcará, si la fortuna no nos deja de su mano, el final de la declinación de tan indispensable institución melódica y el comienzo de una nueva etapa que todos los aficionados a la música culta anhelamos sea promisoria y optima.

Para el feliz recital a que estamos aludiendo, la magna sala del Teatro Nacional –recién bautizada con el nombre del emblemático Carlos Piantini- exhibía un lleno inusual, multitudinaria audiencia que no halla explicación en el hecho de que se hubiera despertado un repentino amor hacia la música clásica de parte de la nutrida legión de quienes hasta ese momento nunca se habían sentido seducidos por sus primores, sino en la circunstancia de índole antes prosaicamente oficiosa que artística o cultural de que el Presidente de la República, Dr. Leonel Fernández y su consorte, la Primera Dama, eran los distinguidos huéspedes de honor de esa memorable noche protocolar.

Nadie a quien asista un adarme de sensatez me reconvendrá porque presuma y publique que la mayoría del caudaloso público allí congregado poca cuenta hacía de las bondades de la música instrumental que escuchaba, la cual, por falta de familiaridad con sus normas de desarrollo, interrumpió en más de una oportunidad en las pausas entre un movimiento y otro con intempestivos cuanto extemporáneos aplausos.

Empero, cualquiera que haya sido el interés que indujera a semejante multitud a abarrotar la Sala Carlos Piantini del Teatro Nacional, lo cierto es que, acaso para decepción de la obsecuente comitiva de invitados oficiales y regocijo de los genuinos melómanos -en cuyo modesto número el que estos renglones borrajea quisiera ser incluido-, el honorable protagonista de aquella función solemne fue,  la buena música.

Y como de música va la cosa, hablemos pues de ella: Si diera mi desmayado gusto en la ocurrencia de sostener que la interpretación que la Sinfónica Nacional brindó ese miércoles 30 de septiembre no fue gratificante, estaría mintiendo. Y si asegurase que lo que oímos, de puro acendrado, expresivo y perfecto llenó a cabalidad las expectativas de los que saben escuchar, no estaría tampoco diciendo la verdad.

¿Cuál es entonces la verdad? Sólo pretendo pregonar la mía, errónea quizá, fruto no del conocimiento de la teoría musical ni de haber practicado jamás la música sino de que  toda la vida me ha acompañado ofrendándome algunos de los momentos más transparentes y jubilosos de que guardo memoria. De donde,  en los párrafos que siguen me contraeré a externar dos o tres apreciaciones que deseo sean tenidas por lo que son: espontáneas impresiones de alguien que ama esa culta manifestación artística y que desde niño nunca ha dejado de escucharla en vivo y en grabaciones, interpretada por los instrumentistas, conjuntos y directores de la plana mayor.

En el programa, atractivo por demás, con el que nuestra orquesta inauguraba “su nueva etapa de relanzamiento” figuraban tres obras: la “Fanfarria Novi Temporis” del maestro José  Antonio Molina, el famosísimo Concierto N° I en Si bemol menor, para piano y oarquesta, Opus 23 de Piotr Ilych Tchaikovsky y la Sinfonía N° 1 en Mi menor, Opus 39 del gran compositor finés Jan Sibelius.

Toda fanfarria que se respete y haga honor a su nombre ha de ser estrepitosa; ésta de la cosecha de Molina sin duda que lo fue. Los metales hablaron, o mejor, tronaron, y su bien acompasado lenguaje bullicioso lejos de agraviar los oídos excitó los ánimos y remeció con su brillante estruendo de plaza pública el espíritu de la concurrencia. Como habría sido contra razón reclamar de una fanfarria sutileza, la que escuchamos hasta en sus menos delicadas sonoridades respondió –hemos de tenerlo por cosa averiguada- a las reglas y particularidades del género…, y gustó.

He aquí, sin embargo, que el plato fuerte de la noche era el antes mencionado concierto de Tchaikovsky, espléndida pieza musical mil veces interpretada que no puede faltar en el repertorio de ninguna orquesta sinfónica que ponga a precio su arte. Para la ocasión el solista sobre el que iba a recaer en buena medida el peso del desempeño colectivo fue el cubano Jorge Luis Prats, quien, de dar fe a su exitosa trayectoria y a los copiosos galardones obtenidos durante su ya dilatada carrera de profesional del teclado, se le reputa en su país por uno de los intérpretes de mayor relieve.

Ahora bien, correré el albur de escandalizar al lector señalando que si ciertamente en términos generales la ejecución del concierto de marras no incurrió en graves faltas armónicas ni en desajustes de tiempo o intensidad irreparables, no logró conquistar mi plena adhesión sentimental y estética; ¿por qué?, pues por la sencilla razón de que el pianista, de arduo virtuosismo y técnica esmerada, impuso las notas que había que dar sin equivocarse nunca, pero no imprimió en ellas el misterioso sortilegio del espíritu. La letra estaba, no el alma. En mi opinión, acaso desasistida de fundamento, el solista camagüeyano tecleó con precisión, pulcritud y fuerza, pero lo hizo bruscamente, a modo de martillo que golpea, sin ligar suficientemente entre sí con la argamasa del temple emocional las intimidades y matices expresivos de las notas que la partitura del maestro ruso registraba.

A lo expuesto cabe tal vez añadir, cosa de no dejar sobre la cuestión abordada la harina amasada a medias, que la orquesta, no embargante dar prueba fehaciente de estar constituida por músicos experimentados, animosos y de profesionalismo incuestionable, a mi modo de ver no consiguió sonar siempre de manera equilibrada, no logró integrarse rítmica y melódicamente en un cuerpo único, quizás porque faltaron ensayos o porque la inclusión de una nueva cuanto nutrida hornada de instrumentistas requería para consolidarse en tanto que musical conjunto de un tiempo de maduración aún no alcanzado. Sea lo que fuere, me asalta la perturbadora sospecha de que en más de una ocasión ora las cuerdas, ora los vientos, ora la percusión no entraban en el momento exacto que les correspondía, y también me pareció que hubo cierta desigualdad o falta de proporción en lo que atañe a la intensidad sonora de los diferentes grupos instrumentales, al punto de que, si la sensibilidad auditiva no me jugó una mala pasada, se me hizo que los metales por momentos opacaban de manera innecesariamente abrumadora el canto de las cuerdas.

Empero, no se equivoque nadie; los reparos que mi incompetencia ha tenido la osadía de orear  no deben hacernos perder de vista lo esencial, esta sinfónica día a día conseguirá concertarse mejor.

El dramatismo de nuestro compatriota que -viene a cuento el parangón- se halla en los antípodas de la parca y austera modalidad funcional de dirigir del magnífico Álvaro Manzano de feliz recordación, inmensa figura que precediera a nuestro admirado José Antonio Molina en el cargo que hogaño ocupa éste.  Basta. Lo que no dije, que es bastante, quedose sin decir. Es el precio que hay que pagar –y en esta oportunidad lo pagó Sibelius a quien apenas mencioné- porque no debo excederme en este espacio. 

En síntesis

OSN y José Antonio Molina

“Lo esencial es a partir de ahora disfrutar de las ejecuciones de una renaciente filarmónica, que día a día conseguirá  concertarse mejor y unificarse estilísticamente bajo la batuta de su director despabilado y lúcido, cuya teatralidad escénica,  acaso con el correr de los años se volverá,  menos efectista y más efectivo”.

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