Crítica
Poesía mística del interiorismo

<STRONG>Crítica<BR></STRONG>Poesía mística del interiorismo

Bruno Rosario Candelier, docto representante de las letras criollas cuyo crédito intelectual nadie en los pagos de la cultura dominicana tendría la osadía de escatimarle, acaso movido por la amistad sincera con la que siempre me ha favorecido, hizo cuenta ––error en que suele incurrir un corazón generoso- de que mi pluma, harto descaecida y siempre remolona, era capaz de amonedar sobre la sufrida inocencia de la cuartilla dos o tres reflexiones no del todo descaminadas en torno a su más reciente publicación, que lleva el título de Poesía, mística del interiorismo y el subtítulo de Antología de la lírica teopoética y protomística, obra con la que este conspicuo escritor mocano, una vez más, ofrece irrecusable testimonio de la vigencia, pujanza y virtudes de la creación poética de inspiración mística entre los numerosos cultivadores, extranjeros y nativos, de dicha modalidad expresiva incorporados al Movimiento Interiorista, agrupación literaria que Bruno creó, orienta y dinamiza con infatigable voluntad y que, en marcada contraposición a otras muchas corrientes literarias de vida efímera y escasa incidencia cultural en los predios vernáculos, no sólo ha dado, contra el agorero pronóstico de la envidia y la maledicencia, prueba palmaria de perdurabilidad, sino que, según es de ver, para galardón y solaz del espíritu que rinde parias a la belleza, nunca se ha mostrado tan viva, variopinta y floreciente como en los días que corren.

Antes de condescender al enjuiciamiento de los textos recogidos en la antología que el amigo Bruno acaba de retirar de los Talleres de Editora Búho de esta capital dominicana, -enjuiciamiento delicado y riesgoso al que con atolondrada precipitación accedí-, quisiera vindicar, así sea a humo de pajas, el arrojo que importa defender contra viento y marea los valores medulares del humanismo que la poesía y la mística rescatan en esta ofuscada época que si de algo adolece es de trivialidad, intrascendencia y desamor, época canija a la que, dando muestra de incorregible parvedad imaginativa, hemos insistido en conferir el calificativo de “posmoderna”.

 ¿Quién, en efecto, se interesa en los umbrales del tercer milenio por la poesía? ¿Quién es el anticuado lector que al filo del 2008 se empecina en alimentar el alma con las palabras deslumbradoras de los maestros de la sabiduría universal?… ¿Poesía, y para empeorar las cosas poesía mística?: ¿Con qué se come eso en tiempos de desoladora frivolidad y total descreimiento como los que nos ha tocado padecer, cuando el hombre, mutilada su esencia numinosa, cercenada su creatividad, desvirtuada su inteligencia, entumecida su sensibilidad estética y apagado el fuego devorador que vuelca el ánimo hacia lo trascendente, noble, grande y perenne, cuando el hombre, repito, así vaciado de entidad y sustancia se deja seducir por los rutilantes abalorios  de una civilización que promueve la estupidez, fomenta el envilecimiento, atiza las más torpes manías y da pábulo a toda suerte de aturdimiento, ceguera y obcecación?

Optar por los añejos prestigios de la poesía mística con la mira puesta en desbastar la humana condición es programa que a la altura de un siglo XXI horro de pródigos ideales colectivos no dejará de ser reputado infuncional y utópico o, si así preferimos, conmovedoramente quijotesco; opinión esta que, a las primeras de cambio, tiene viso de andar en tratos con la verdad, habida cuenta que a nadie con dos dedos de frente podrá ocultársele el hecho de que en un mundo que exalta la fealdad y se complace en la plebeyez, donde los que gustan de la vera poesía constituyen una minoría insignificante de la población, proponer a guisa de panacea la difusión y práctica de un lirismo de superior cariz y luminosa tesitura espiritual, luce (por mucho que sea el poder regenerador que estemos dispuestos a conceder al poema) remedio que condice con la ilusión y el sueño antes que con la cruda y monda realidad. No diera ciertamente la impresión de que se equivocan quienes, apelando al sentido común, sostienen que pretender redimir la sociedad de los hombres de sus lacras mediante la palabra poética de cósmica raigambre visionaria es ingenuidad de a libra; pues, ¿no conlleva dislate o alucinación suponer factible la recuperación del género humano por obra de las voces y pensamientos de un minúsculo cónclave de cultores del Misterio que la efusión lírica expresa y atesora? ¿Cómo podría el canto del aedo contribuir a mejorar la vida de millones de almas que vegetan en el desamparo y la abyección cuando ni siquiera son estas capaces de imaginar que existe el salutífero poemario?

Cierto: cubrir con el manto del desprecio y el ridículo la ambiciosa empresa de perfeccionamiento humano que a través de la creación literaria llevan a cabo los autores afiliados al Movimiento Interiorista es, desde la perspectiva del hombre común y corriente, nada propenso al ahondamiento introspectivo ni a estremecimientos de metafísico tenor, asunto de coser y cantar…Y no va a ser grano de anís demostrar que importa error descomunal desentenderse del explosivo poder de la palabra cuando, vivificada con el aliento de la poiesis, -nueva, reluciente, esplendorosa-, consigue trasuntar los arcanos estupores de nuestra entrañable y gloriosa plenitud. El torpe que se empecina en ignorar la portentosa fuerza de una visión profética que en prístino lenguaje encarna y se desvela, no ha asimilado la más definitiva lección de la historia, la que suele compendiarse en la sentencia, sabia por demás, de que a la larga una simple idea henchida de alboradas es capaz de abrirse paso y de triunfar con harta mayor eficacia que el disciplinado batallón de un ejército. La harina es mucha, poca la levadura; pero ese poco basta para que crezca el pan; la débil llama de un candil rompe la más impenetrable oscuridad en mil pedazos y, aunque se extiende sobre inmensos espacios la tiniebla nocturna, puede esa luz huérfana y solitaria ser percibida a innumerables kilómetros de distancia; la semilla es pequeña, enorme el árbol.

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