CRITICA
Ser feliz

<STRONG>CRITICA<BR></STRONG>Ser feliz

León David
En incontables ocasiones  lo he dicho; lo repito ahora: oriento mi vida a la alegría; en esa trascendental y delicada tarea se consume la mayor parte de mi energía y tiempo. La felicidad en nuestros días –acaso siempre fue así- escasea más que los diamantes y el que aspira a alcanzarla no puede sentarse cómodamente en la poltrona a esperar que llegue, sino que debe disponerse a conquistarla…

He aquí, sin embargo, que el primer requisito cuando decidimos lanzarnos a una búsqueda, es saber qué buscamos. Si confundimos la meta, de nada valdrán nuestros esfuerzos. No estoy autorizado a hablar por los demás y nunca he pretendido hacerlo; sólo cuento con mi propia experiencia, y aunque ésta quizás no sea generalizable al menos brinda un punto de partida…

Advierto que el grueso de la gente  que conozco no está satisfecho con la vida que gasta. En efecto, constantemente se quejan las personas con las que me relaciono de su mala estrella, del trabajo, de la soledad, de su falta de incentivos, de las amistades, de su infancia, de la situación económica, del clima, del país, de las instituciones, de las leyes, de los gobernantes y, por supuesto, de sí mismos.

No se me ocurriría negar que pueda haber mucho de cierto, mucho de verdad en todas esas amargas críticas. El mundo que el destino implacable o el inconstante azar nos ha deparado está lejos de ser, harto bien lo sabemos, un paraíso. El problema es que con quejarme y hacer públicas mis tribulaciones no voy a solucionar las cosas. No obstante, la mayoría por ese modo actúa: ante la  evidencia de nuestra desgracia, de nuestra infelicidad, no pasamos de la lúgubre lamentación auto-compasiva…. Tal es, al menos, la realidad que ante mis ojos se presenta.

Somos incorregibles sufridores; siempre me ha sorprendido la increíble capacidad que tiene el ser humano de empeorar progresivamente las condiciones de su vida convirtiendo su mundo interior en un infierno insoportable. Porque lo más extraordinario es que aun teniendo la posibilidad material, los recursos, la habilidad y hasta, diría yo, el deseo de disfrutar al máximo de las cosas hermosas que obsequia la existencia, diera la impresión de que algo en nuestro fuero interno nos impidiera gozar a plenitud de las bondades de la vida, un poco como si el placer, el sentirse bien, fuera pecaminoso y hubiera que pagar tal infracción con el cheque sin fondo de la culpa y el remordimiento.

Tengo, pues, por cosa  averiguada que buena parte de la insatisfacción esencial de la que adolecemos no tiene otro origen que nosotros mismos, la forma como enfrentamos la realidad, las expectativas que sobre ella forjamos; no los obstáculos externos a los que por fuerza debemos adaptar en mayor o menor grado nuestra conducta.

Por lo que a mí respecta, creo que la felicidad es tributaria en medida notoria no de las cosas que poseo, sino de aquellas que, sin lugar a duda, he escogido –lúcida manía- no poseer.

Satisfechas mis necesidades básicas de alojamiento, trabajo, comida, vestido, salud y transporte, esto es, las necesidades elementales de subsistencia, empieza la verdadera vida, que me ofrece una cantidad inconmensurable de modestas alegrías, las cuales, al juntarse unas con otras, contribuyen a gestar esa sensación de grata paz, de sosegado bienestar a la que no es incurrir en exageración denominar felicidad…

El saludo del sol en las mañanas, el canto de verdor de los árboles, el manso y maternal regazo de mi vieja mecedora, la posibilidad de conversar conmigo mismo, de establecer contacto en la soledad con mis propios pensamientos, con la intuición de la totalidad en la que mi existencia se halla inmersa como el plateado pez en las heladas profundidades del océano, los recuerdos lejanos y, sin embargo, tan próximos de mi infancia, el abrazo del amigo, la ternura sensual de la sonrisa de la mujer amada y el instante reluciente, único, inexpugnable en el que habito siempre y con cuyo auxilio, sin moverme, a todas partes me traslado, he aquí algunas de las cosas sencillas que me hacen feliz, las únicas que me animan y en las que me empleo… Nada más me hace falta. No sueño con dar la vuelta al mundo.

No curo de viajar a Miami todos los meses a hacer compras. Me tiene sin cuidado atesorar una abultada cuenta en el banco y nunca me ha tentado andar con diez tarjetas de crédito en el bolsillo. No me gustan los agasajos, las reuniones formales, los brindis, las celebraciones; me parece ridículo el afán de salir en las páginas sociales de los diarios; detesto las discotecas, los clubes nocturnos y la fácil satisfacción de un erotismo de epidermis donde los cuerpos se juntan sin que las almas se entrelacen… Un paseo solitario a la hora sorda del crepúsculo, la lectura de un libro que habla de la urdimbre lustral del tiempo humano, la sencilla conversación amistosa reunidos todos en el salón familiar es parte de la opción con la que labro, día a día, esa mansedumbre espiritual sin la que la que la dicha no podría jamás abrirse paso en la concreta realidad del existir.

Mi felicidad, por sobre todas las cosas,  se entreteje con la hebra de la creación. Nadie podrá nunca hurtarme mi fantasía, mi poesía, mis sueños. En la apasionante aventura de la creación –a la que consagro largas horas que parecen breves minutos- me doy cita con lo más íntimo de mi propio ser y, desde allí, con la humanidad entera, con lo esencial del hombre.

Esa increíble experiencia de comunicación cotidiana, que es un constante sembrar y cosechar mi propia vida; ese regar la flor de mis latidos y convertirme en nube, en pájaro, en silencio, es lo que, incluso en los más sombríos momentos de tristeza, no me impide, amigo lector, saber que estoy creciendo, que va reverdeciendo la invisible pradera de mi alma y que, al fin y a la postre, más allá de la amargura, más allá de la alegría, he nacido para ser feliz.

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