CRÍTICA
Un concierto sin parangón

<STRONG>CRÍTICA<BR></STRONG>Un concierto sin parangón

El concierto ofrecido por nuestra Orquesta Sinfónica Nacional el pasado miércoles 21 del mes en curso en la sala Máximo Avilés Blonda del Palacio de Bellas Artes, –concierto para el que me veo sumamente embarazado a la hora de hallar palabras con que volcar mi júbilo y orgullo-, no pudo menos que hacerme recordar  la célebre “boutade” del emblemático maestro italiano Arturo Toscanini con la que sentenció que no existen orquestas malas o buenas, sino buenos o malos directores.

Que tan categórica afirmación, a primera vista desconcertante, no hace en modo alguno agravio a la verdad, lo acaba de demostrar, para satisfacción del melómano exigente, la magistral batuta de Thomas Sanderling, laureado director invitado a quien tocó la nada elemental tarea de llevar por vías descampadas a su máxima expresión el potencial interpretativo de cada   músico de nuestro modesto conjunto sinfónico en la noche inolvidable a que estoy haciendo referencia. No incide en error sino, antes bien, condice con la más estricta verosimilitud quien sostenga –en cuyo número me cuento- que la presencia de un director experimentado, disciplinado y consciente contribuye en medida harto más considerable a una óptima ejecución musical que la más reputada de las orquestas conducida por quien no tiene suficiente veteranía en el oficio.

Hasta donde lo consiente mi escasa pericia en materia de apreciación de la música clásica, aventuraré que pocas veces nuestra filarmónica ha sonado de manera tan feliz, por modo tan airoso e impecable como lo hizo en la fausta presentación en que interpretara las tres obras que figuraban en el programa de la noche: la Obertura de la ópera “El rapto en el serrallo” de W. A. Mozart, el Concierto para Violonchelo y Orquesta en Do mayor de F. J. Haydn y la Sinfonía N° 7 en La mayor de Ludwig van Beethoven.

La irreprochable ejecución de las piezas mencionadas, en las que no fue posible advertir –porque no las hubo- fallas, desajustes o incertidumbres, el consumado desempeño orquestal, decía, del que es lícito colegir el arduo esmero con que Thomas Sanderling corrigió en minuciosos cuanto aleccionadores ensayos los detalles de sonoridad, tiempo, ritmo, balance, equilibrio y afinación, si algo pone de resalto es que, para ventura del numeroso público allí reunido, dio el maestro invitado prueba fehaciente no sólo de ser un cuidadoso técnico que sabe lo que desea de cada instrumentista y cómo obtenerlo, sino que otrosí dejó bien en claro su levantadísima estatura de intérprete; porque si una opinión tiene trazas de no ser confutable es, hasta prueba en contrario, ésta: que el esfuerzo de un director de viso no se contrae a llevar a cabo una correcta ejecución de la partitura, leal al texto, sino que es parte primordial de su labor interpretarla, lo que supone, amén del acabado dominio de la orquesta y de una profunda comprensión de la obra que va a ser escuchada, la capacidad de exponerla de conformidad a las ideas a que semejante ahondamiento sensible, estilístico e intelectivo, le hiciera arribar.

 Como siempre, la audiencia fue testigo del resultado, cuya excelencia no admite discusión. Pero ese espléndido resultado fue a buen seguro fruto, como renglones atrás apuntara, no sólo del despejado entendimiento y sólida preparación de Thomas Senderling, sino también, en no chica medida, de horas de paciente y agotador trabajo previo orientado a pulir, a limpiar el desempeño de los instrumentistas con respecto  a la pieza, dando relieve a ciertos pasajes, atemperando otros, aplicando, en suma, consistentes conocimientos de estilo, forma y estructura.

Acaso la más irrecusable comprobación de la categoría en verdad envidiable del director cuya faena nos tocó en suerte presenciar, fue el clarividente discernimiento con que subrayó las particularidades estilísticas, idiosincrásicas, de cada una de las tres obras interpretadas.

Así la Obertura de la ópera “El rapto en el sarrallo” de Mozart, “Singspiel” delicioso, fresco, con el que nace el espectáculo musical alemán de alta calidad, nos hizo paladear en sus tres movimientos –presto, andante, presto- la gracia juvenil y lúdica, la acariciante invención melódica y los contenidos ardores del inimitable genio de Salzburgo. Perfecto abrebocas que sería seguido de un manjar de excepción: el Concierto para Violonchelo y Orquesta en Do mayor de Haydn. Esta composición, que todavía en 1937 el completísimo catálogo de Haydn elaborado por Anthony van Hoboken incluye entre sus obras perdidas, es uno de las casi dos docenas de conciertos del inspirado compositor austriaco que han aparecido en tiempos recientes, modificando la creencia de que el sirviente de librea de los Estherházy –creador de copiosas sinfonías, sonatas para piano y cuartetos para cuerda- había alumbrado un puñado apenas de conciertos.

La pieza en cuestión es obra temprana (contemporánea de las Sinfonías 6, 7 y 8), pero da testimonio ya de la maestría de su autor en lo que hace a la escritura instrumental. Habida cuenta de su singularidad, no luce erróneo ni excesivo considerar la parte del solo de violonchelo como enteramente idiomática. Este concierto, si bien apegado aún a la forma “ritornello” del concierto barroco con su línea de “basso continuo”, manifiesta sin embargo la estructura naciente de la forma “sonata-allegro”. En todo caso, Haydn, desde el instante mismo en que el solista hace su entrada, saca provecho del virtuosismo del intérprete explotando con acuidad las posibilidades de grave señorío sonoro del instrumento.

Sería imperdonable no destacar hic et nunc la soberbia ejecución, a nuestro flaco entender difícil de superar, del solista invitado, el violonchelista israelí Amit Peled. De las interpretaciones que he escuchado de ese instrumento noble, viril, apto para entonar melodías de arrebatador talante sentimental, no recuerdo haber sido testigo de una tan poderosa, intachable y digna como la que esa noche tuve el privilegio de disfrutar. A un cumplido virtuosismo, a una técnica consumada une Amit Peled esa depurada sensibilidad estética que posibilita trasmitir los más sutiles y reveladores matices de la emoción que hospeda en cada nota de la partitura.

¡Cómo permanecer impávido ante aquellos acorde plenos, redondos, sobre las cuatro cuerdas del instrumento cuando, después de la introducción orquestal, el solista interpreta el tema de apertura!; ¡cómo no admirar la destreza de que hace gala el músico israelí cuando se desenvuelve en el pasaje de las notas rápidamente repetidas o ataca la gama de los agudos o aborda seguro y firme los felices contrastes de registro! No sé si es reconocido como tal, mas por lo que me compete, confieso que tengo desde ya colocado a Amit Peled en el glorioso pedestal de los magnos violonchelistas de la hora actual.

¿Y Beethoven?…, bueno, la ejecución de la Séptima del genio de Bonn no tuvo desperdicio. Beethoven, que a sí mismo se llamaba “Tondichter” (poeta del sonido), fue arquetipo del soberano artista, del músico independiente y rebelde para quien ejercer su arte no era menos que ejercer la libertad de ser hombre en el pleno y más cardinal sentido de la palabra. Con él todo impulso se volvía hacia el interior, hacia lo personal e íntimo.

Y en la Séptima su “elan”, su pasión titánica, su “terribilita” romántica que lo llevaba a demoler los límites para –como dijera cierto agudo crítico cuyo nombre mi ingratitud olvida- “obligar a lo ilimitado a formar una unidad severa y lógica”, en la Séptima, repito, es el ritmo el que insufla sangre y nervio a la composición garantizando su cohesión interna.  Obra calificada de dionisíaca, rebosa de figuras estructuradas sobre la dinámica reiteración de notas únicas. Parejo énfasis en el empuje rítmico, en desmedro acaso del lirismo melódico que no por ocupar en la aludida Sinfonía un segundo plano deja no obstante de aflorar, es –creo- lo que confiere esa vitalidad, ese ímpetu y euforia a dicha composición.

¿Cómo interpretó a Beethoven nuestra orquesta? Con deslumbrante precisión, implacable seguridad y extraordinario brío. El crédito, va de suyo, es de los músicos de la agrupación, pero, sobre todo, del director que supo poner sin falta de relieve la milagrosa cualidad de la música del maestro alemán, a saber, la manera como del capricho, el apasionamiento y la desbordada fantasía brota la inmarcesible corriente de lo orgánico, clásico y coherente.

Thomas Sanderling, Amit Peled y la Orquesta Sinfónica Nacional nos obsequiaron el miércoles 21 de octubre una audición imborrable, a la altura de las más sobresalientes que puedan ser apreciadas en las grandes capitales musicales del mundo… Y lo mejor del caso es que no tuvimos que adquirir un costoso boleto de avión para escucharla.

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