Crónica de alguien

Crónica de alguien

Alabemos aquellos episodios, relativamente negativos del vivir que se ensartan dentro de la realidad cotidiana, porque, afortunadamente, de esos episodios aprendemos a fortalecernos ante el dolor, decía el escritor chino Gao Xingjian en procura de purificar el cuerpo desligándose, o por lo menos tratando de alejarse de la doble moral.

A propósito del decir pacifista de Xingjian en su novela La Montaña del Alma, debo confesar que cierta mañana calurosa salimos del gimnasio en pos de librar una rutina de ejercicios tratando de mantener el cuerpo sano.  

Como tantas cientos de personas vivo en la zona oriental. De este entorno podría citar múltiples lugares privilegiados y no privilegiados que forman un conglomerado poblacional. En tanto, debo señalar, como elemento primordial, que me dirijo hacia la avenida San Vicente de Paúl.             

Son las once de la mañana y en el ambiente se vislumbra un tránsito infernal. Dejando atrás la San Vicente de Paúl, tuerzo por la carretera Mella, donde, también, existen múltiples centros comerciales. Busco la sucursal de una agencia de envíos.

En ese trayecto de una doble vía, elijo el carril izquierdo y disminuyo la velocidad del vehículo para arribar a mi destino. Paulatinamente una yipeta  trata de rebasarme en una calle donde los carriles derecha e izquierda están saturados de vehículos.

Tuve la rápida sensación de orillarme previniendo que el conductor me arrollara. En ese instante no sé cómo mi vehículo impacta a un  motorista que en cuestión de segundos se alza por los aires.

El motorista, así como cayó, de ese mismo modo trató de incorporarse, acción que fue sofocada por algunos observadores, quienes intuían  que el hombre tendría alguna posible fractura.

En mi caso, detengo la marcha del vehículo para socorrer al hombre de unos treinta años que en absoluta consciencia yacía en el pavimento de la plaza. El motorista insiste en que está bien, amén de algunos rasguños, pues para su fortuna y la mía llevaba puesto el casco protector.

Le pregunto que si necesita que lo lleve al médico, pues no lejos estábamos del Hospital Darío Contreras. El hombre dice que me vaya, que está bien y que su motocicleta no sufrió daños considerables.

Pero mi terquedad, mezclada con cierto sentimiento de responsabilidad, impiden que me mueva de allí ya que, todavía, el motorista permanece en el suelo como recuperándose del susto. Precisamente por quedarme allí pasó lo siguiente: un vehículo supuestamente impactado por el motorista, un carro blanco de marca Toyota, presentaba algunas fisuras. Su propietario, un hombre de piel blanca y muy  bien acicalado, y dos hombres de piel oscura que lo acompañaban, le llamaban El Pastor. Éste, con una mirada fría dice que soy la responsable de lo que le acaba de pasar a su carro. Permanezco sujetando las manos del motorista quien se dispone a ponerse en pies sin darle mucho crédito a lo que El Pastor me está diciendo. Entretanto lo miro y le cuestiono: de dónde salió con tanta inquisición? El hombre responde con arrogancia -Pertenezco al ministerio “Pare de sufrir”. Me sigue diciendo que los daños causados a su vehículo ascienden a unos 3,500 pesos, como si tuviese una facilidad innata de hacer deducciones de mecánico. De inmediato respondo que nada tengo que ver con su carro.

El pastor alza la voz y dice de forma intimidante que acudirá a las autoridades policiales si no resuelvo lo de su vehículo.

Mientras tanto, entre dimes y diretes me siento turbada, pierdo más de una hora en una calle vehicular atisbada por un sol meridiano irreverente. Exhausta de darle mil razones al Pastor y con la ausencia total de un agente del transporte, le entrego, para salir del trance, los pocos pesos que tengo. El Pastor los toma y me da la espalda, monta en su Toyota y parece desvanecerse con sus dos acompañantes. El motorista sacude sus ropas y me dice: Doña, aquí no ha pasado nada. Pero estoy con la sensación de que sí pasó algo, me quedo con la vaga sensación  de haber sido estúpidamente sugestionada por un sujeto que, según los allí presentes, lleva en sus manos el poder divino de la sanación. ¡Aleluya!

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