Un día el pueblo se rebeló contra el anciano que les servía de consejero, de juez y de guía. Lo encararon diciéndole: Anciano, los tiempos están cambiando y nos estamos quedando atrás de otros pueblos; tus reglas son demasiado estrictas, lo nuevo es la libertad, que cada cual haga como le guste de acuerdo a su conveniencia. Queremos que nos gobierne un rey, como los demás pueblos. (1 Samuel, 8:5).
El anciano se entristeció y oró a Dios, quien hablándole en sueño le dijo: No es a ti al que aborrecen, sino a mí. Recuerda, díjole Dios, que yo le propuse al pueblo que consultasen directamente conmigo, y ellos alegaron temor y pidieron un intermediario ellos y yo (Éxodo 20:19). Complácelos, pero adviérteles que los reyes les tomarán sus tierras, tendrán sus hijas como concubinas y sus hijos como siervos. Mas, déjalos que tengan un rey si eso quieren. Entonces el pueblo tuvo reyes, algunos de mucha inteligencia, que ganaron muchas batallas y le dieron fama y gloria, pero mayormente eran idólatras, mujeriegos y tomadores de vino, y les cobraban demasiados impuestos. Los hijos de esos reyes fueron malos administradores, y sus compinches eran depredadores de los bienes del Estado y todos se empobrecieron. Consecuentemente, los reyes de pueblos vecinos los saqueaban y tiranizaban, y obligaban a los gobernadores locales a ser sus cómplices. Entonces decidieron hacerse enemigos del estado y depredar las propiedades públicas que no estuviesen vigiladas. Sucesivamente, los imperios extranjeros impusieron nuevos gobiernos, cada cual más expoliador y tirano, haciendo a las gentes del pueblo cada vez más marginadas y ajenas a sus propios gobiernos. Después vinieron épocas de libertad y progreso en todo el mundo, y los habitantes del pueblo se organizaron en partidos y lograron de nuevo elegir sus propios gobernantes, quienes prometieron “un gobierno del pueblo y para el pueblo; democracia e igualdad para todos”. Mas, los elegidos para los grandes cargos hicieron lo que les pareció más natural: gobernar de la misma forma que ellos habían sido gobernados; y, por haber sido oprimidos anteriormente, decidieron “vengarse del estado que los oprimió durante tanto tiempo”. Particularmente, los hijos de Mamá Chepa, que se criaron sin padre, fueron los peores gobernantes, aduciendo que ellos eran los que más pobreza y maltrato habían padecido.
Un día, gentes del pueblo oraron a Dios para que le ayudara a entender lo que ocurría y que les dijera cómo aconsejar al pueblo y a los gobernantes. En sueño Dios les recordó lo que les había advertido siglos atrás, y lo que les mandó a decir con Jesucristo, su hijo; y lo que hicieron con él: Matarlo, para que nadie jamás les volviese a pedir cuentas (Mateo 21:33). Dios también les dijo que eso seguiría ocurriendo hasta el final de los siglos, cuando él hará justicia a todos y para todos, cuando vendrá de nuevo y para siempre el reino del Dios Eterno; y los justos que le creen y le son fieles prevalecerán, y habrá justicia, abundancia y paz para todos ellos (Lucas 1:33).