Crónica de un zar tropical

Crónica de un zar tropical

EMMANUEL RAMOS MESSINA
Hoy corresponde recordar a un hombre que no fue ni general, ni derrotó ejércitos, ni mató miles de hombres como Napoleón, ni fue gobernante, ni rey de países, o del acero o del oro: fue simplemente un hombre que luchó para evitar los abusos del Estado y de los gobernantes, y para la parte seria de la humanidad, eso es bastante…

Los hombres de todas las épocas han sufrido tanto el despotismo, que hasta les parece cosa natural y corriente como la noche y el día, y hasta cosa útil. (¡Qué maravilloso sería si descubrieran una vacuna contra esa enfermedad, muchas veces letal!)

Ahora diremos que el descubridor de un arma antidespótica se llamaba Charles Louis de Secondat Montesquieu. Esa arma está descrita en su libro «El Espíritu de las Leyes», y ahora, precisamente ahora hace doscientos cincuenta años que fue escrito. El aniversario se celebra mundialmente en los pueblos libres y civilizados.

Esa arma fue adoptada tanto por la Constitución norteamericana como por la francesa y la dominicana, y se llama «la separación de los poderes», y ha funcionado adecuadamente y bien en aquellos países, aunque aquí conviene evaluarla de manera distinta…

La separación de poderes es un mecanismo en que éstos funcionan dentro de sus atribuciones, pero con controles y contrapesos de los otros poderes, y su fin es el logro de la libertad, la justicia, el respeto a la dignidad humana y la existencia de un estado de derecho y la armonía; y es natural que esa arquitectura se ha creado para el pueblo, para el hombre, porque la función de esos poderes no se ha construido para el disfrute y el gozo de los gobernantes sino para el logro del «bien común», asunto que es una lástima que olviden y desdeñen muchos gobernantes.

Aristóteles lo definía como «la obligación de la sociedad de proporcionar a cada uno de sus ciudadanos lo necesario para su bienestar y felicidad». Y agregaba: «La función del Estado no es la dominación, él no existe para mentir y aterrorizar con el temor y auto-beneficiarse, al contrario, su función es libertar al individuo del temor, para que viva, dentro de lo posible, con seguridad y su derecho natural de existir y obrar».

Igualmente Spinoza repetía: «la función del Estado es lograr la seguridad y la libertad».

Para el correcto funcionamiento de ese mecanismo tripartito, ningún poder puede ser tan excesivo o poderoso que abrume y coloque a los otros en estado de indefensión y de atrofia. Y eso precisamente ocurre en nuestro país, como lo señala el señor Bienvenido Alvarez Vega, en un notable artículo publicado en el Periódico «HOY», en que hace una inacabable y abrumadora lista de los poderes y funciones de nuestro Poder Ejecutivo, comenzando con el amplísimo artículo 55 de nuestra Constitución, y seguido de una interminable enunciación de otras funciones que convierten a ese funcionario en un verdadero Zar tropical, lo que impide y aplasta el control, vigilancia y contrapeso de los otros poderes del Estado. Así tenemos un Poder vigoroso y dos Poderes cojos.

Aquí pues, con ese régimen, queda radicalmente destruido el sistema de «equilibrio de los poderes» creado por Montesquiu y pueda convertido en mera apariencia el estado de derecho, la libertad ciudadana y la justicia, y, todo el sistema constitucional queda en manos de la buena o mala fe del Poder Ejecutivo. Es más, la soberanía popular que representa el Congreso, queda opacada por un poder que no recibe su mandato directo. Así la suerte del país, como en los traganíqueles, depende de un solo brazo, imaginen que nos legó el recordado Rafael Herrera Cabral.

De inmediato cabe aclarar que la culpa no la tiene en realidad el Poder Ejecutivo, sino la cultura de un pueblo que en su historia ha dado muestras de inclinarse y aplaudir un sistema presidencialista de mano dura y bota pesada.

Nosotros, aunque muchos lo niegan todavía, admiramos las cosas de la política de Europa y sus Napoleones y sus Versalles, porque somos unos imitadores natos. Sobre eso comenta Roberto Galiano, notable escritor uruguayo, que «nuestras repúblicas latinoamericanas en su vida sufren de «copianditis» (manía de copiar). Somos los grandes imitadores de los europeos. Así, bajo el título de presidentes, creamos reyes y zares y hasta Bolivia nombra almirantes como Nelson, sin tener ni mar ni barcos. Aquí, vestimos los militares de uniformes reales cargados de charreteras y medallas. Trujillo se emplumaba con tricornios de avestruz y charreteras napoleónicas; se construyeron palacios con escudos reales, columnas romanas de partenones frente a bohíos de yagua. Queremos ser alemanes blanquéndonos con maquillajes, tintes rubios y Mercedes Bentz. Así, copiamos códigos y leyes de culturas ricas y milenarias de césares, para aplicarlos en francés a un país de castellano analfabeta.

Hoy el mundo celebra el doscientos cincuenta aniversario de «El Espíritu de las leyes», ocasión para reiterar que en nuestro sistema es prudente que un Poder, con su peso excesivo, no aplaste a los otros. Ahora es una buena y saludable ocasión para restablecer el equilibrio constitucional, para que del conjunto pueda emanar y triunfar el bien común, que sólo puede germinar y florecer en suelos de armonía, moderación y legalidad.

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