Crónica triste del vecino bien amado (II)

Crónica triste del vecino bien amado (II)

Tras llegar desde el aeródromo de Cap Haitien hasta el campus de la Universidad Rey Henri I en La Limonade, pude observar cómo en la entrada del campus se estaba aglomerando un mar de gente con miradas ansiosas y expectantes, colocando tarantines para vender chucherías y alimentos y bebidas, mientras nerviosos policías haitianos y blanquísimos guardias chilenos de la ONU trataban de contener y mantener en orden esa creciente masa humana.

En el trayecto, pese a estar a poquísimos kilómetros de territorio dominicano, eran ostensibles los signos de cuán foráneo era el paisaje. La inmensa mayoría de las casitas de tablas o cartones tenían bajitos techos de zinc a cuatro aguas, distinto a las casas campesinas dominicanas. Pese a estar en un campo, las viviendas apenas dejaban espacio entre una y otra. La señalización de la carretera estaba en francés, los letreros de tiendas, ventorrillos y bares y bancas en creóle. Aunque la vasta mayoría dominicana es negra, los rostros allá poseen una expresión distinta y la manera de moverse también.

Como les comenté la semana pasada, no lograba sacarme de la cabeza varios de los versos de Héctor Incháustegui Cabral, en su “Canto Triste a la Patria Bien Amada”, especialmente: “Una mujer que va arrastrando su fecundidad tremenda, un hombre que exprime paciente su inutilidad, los asnos y los mulos, miserable coloquio del hueso y el pellejo; las aves del corral son pluma y canto apenas, el sembrado sombra, lo demás es ruina…”.

Salir del aire acondicionado del minibús al cálido ambiente en la explanada central de la Universidad ayudó a completar el cuadro pintado por los sentidos. A diferencia de cómo ocurre entre dominicanos cuando hay multitudes, había relativamente poco ruido. Tanto los muchos cientos agolpados fuera de las paredes del campus, en la carretera, como los otros cientos que esperaban sentados el inicio del acto de inauguración, guardaban un silencio respetuoso o temeroso, y las conversaciones eran todas en voz muy baja. Aparte de la vista y el oído, el olfato también anunciaba que estábamos en tierras extrañas. Una mezcla de olor a humo de leña, humanidad de costumbres culinarias distintas y perfumes desconocidos asaltaba las narices desprevenidas.

Un toque pintoresco lo proveyó el “maire” o alcalde de La Limonade, quien dijo su discurso –mal citando a Duarte- ataviado con una banda tricolor, a-la-francesa.

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