Crueldad increíble

Crueldad increíble

PEDRO GIL ITURBIDES
Dos desconocidos se acercaron a la vivienda en que residió en vida, Guillermo Ogando Merán. Con vesania y crueldad increíbles apuntaron a la cabeza de este primer teniente policial, y dispararon. El cuerpo exánime cayó de la silla, mientras el mayorcito de sus hijos, que se hallaba junto a otros dos hermanitos, se abalanzó sobre su progenitor. “Mataron a mi papá, mataron a mi papá”, gritaba desconsolado, en tanto las dos fieras huían al amparo de la tarde de sol y lluvias alternados.

Ogando Merán probablemente reposaba la comida, tal vez en ese estado de sopor a que nos conducen los opíparos alimentos. Jugaban a su lado los tres niños, ajenos al dolor que ya rondaba la humilde vivienda, y a la muerte que ya se acercaba al oficial asesinado. Jugaban, seguros de la protección del padre, que ahora faltará en la morada que compartió con esos niños horrorizados y con Digna Lorenzo Moreta, madre de las criaturas. Pienso en esos niños, no tanto porque les falte el pan, que sin duda no faltará, sino porque han conocido a la muerte en su más desventurada faceta.

Engelli María González retornaba a su casa desde su lugar de trabajo, en uno de esos vehículos de transporte colectivo a los que llamamos voladoras. Soñaba despierta con el amparo seguro del hogar, en donde el esposo y tres criaturas la esperaban. Un día de ajetreos la dejaba exhausta, aunque todavía debía cumplir las responsabilidades de ama de casa y esposa. Pensaba, quizá, también, en su promoción como persona, pues se encontraba a término de una carrera en el área de la ingeniería. Pero el dolor y la muerte también se montaron con ella en la guagua.

Venían de la mano de Rafael García, un segundo teniente retirado del ejército, de quien se ha dicho que lucía ebrio. Relato que escuchamos de fuentes diferentes a los periódicos es el de que el chofer decidió ganar espacio por uno de los elevados. Es probable que García deseaba bajar en un lugar intermedio entre el lugar de entrada y el de salida del elevado. Lo cierto es que, conforme todas las versiones, pidió que el chofer se detuviera para permitirle descender del vehículo. Pero el chofer, que no debió aprovechar este atajo, desobedeció al pedido.

Insistió el asesino. Ignoró el chofer la insistencia del pasajero. Y entonces, como si los hados del mal se hubieren posesionado de su alma, García encolerizó hasta amenazar a todos los pasajeros de muerte. Y en efecto, disparó. Se dice que lo hizo apuntando hacia el chofer, pero con tan poco tino que la bala penetró la cabeza de la joven madre y esposa. Engelli María cayó, cierto que lejos de los suyos, pero dejando el mismo vacío que dejara, poco después, el teniente Ogando Merán entre los suyos.

He pensado en estos sucesos, una y otra vez. He cavilado sobre aquél otro asesino que a bordo de un vehículo fue rozado por una motocicleta, retorno hacia la misma y la derribó al impactar el motor. Entonces, con premeditación y alevosía, pasó por encima de los cuerpos caídos, que aún no se reponían del impacto de la colisión. Quedaron éstos con vida como para contar el suceso. Pero una niña en edad púber no podrá decirle que hay gente posesa del maligno, pues como resultado del atropello permanecerá baldada por siempre.

¿Por qué ocurren hechos criminales como éstos? Porque vivimos épocas en que una crueldad increíble se ha apoderado de nosotros. Pero también porque autoridad y justicia decidieron mudarse a la Luna en tanto nos han dejado a nosotros en la Tierra.

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