¿Cuál debe ser el objetivo de la economía?

¿Cuál debe ser el objetivo de la economía?

JOSÉ  LUIS  ALEMÁN S. J.
Las preguntas metodológicas surgen mucho tiempo después de las intuiciones seminales de grandes pensadores. Con el tiempo el interés del tema va conquistando nuevos investigadores que lo matizan y profundizan. A veces el proceso termina con el nacimiento de una nueva ciencia. Curiosamente la elevación a la categoría de ciencia presenta nuevos paradigmas de interpretación que cuestionan las primeras grandes intuiciones.

La física, por ejemplo, dejó en el siglo XVI la concepción geocéntrica que le dio origen y se enrumbó por cuatro siglos en otra  heliocéntrica. Suena entonces la hora de la reflexión metodológica sobre el origen y el camino a seguir por la ya certificada ciencia. Este es el caso de la economía que empezó brillantemente con Aristóteles en la Política  y tuvo que esperar hasta el siglo XVIII  para ser tenida como ciencia.

Hoy en día las inquietudes metodológicas se están centrando, cualitativa más que cuantitativamente, en los esfuerzos por definir mejor su objetivo que  por desarrollar métodos. Aunque la inmensa mayoría de los libros y artículos de economía dan por supuesto su objetivo éste se comienza a discutir seriamente. No se trata de una sutileza escolástica sin utilidad práctica;  del objetivo dependen las políticas económicas. Basta leer  “Happiness” un  interesante libro de Richard Layard recién publicado para  intuir las consecuencias de un enfoque basado más en la “felicidad” que en la “utilidad”. Presentemos primero la concepción tradicional del objetivo de la economía y pasemos después a presentar objetivos más heterodoxos.

1. La riqueza como objetivo clásico de la economía

Hasta la revolución marginalista, allá por 1870, la economía se consideraba parte de la filosofía social. Bentham, más jurista y pensador que economista, fue su principal expositor. En esencia  Bentham estaba convencido de que el hombre es un ser que anhela la felicidad, tanto en el éxito como en el fracaso tal como  revelan  todos sus actos. Para él esta afirmación es axiomática; por evidente  no necesita demostración.

Los seres humanos evalúan su felicidad con un criterio egoísta. “El principio de auto preferencia debe entenderse como la propensión de la naturaleza humana, por la cual con motivo de cada acto que ejecuta todo ser humano se ve inclinado a seguir la línea de conducta que en su inmediata estimación del caso, contribuirá en el más alto grado a su propia felicidad máxima, cualquiera que sea su efecto en relación con la dicha de otros seres similares, uno cualquiera o todos ellos en conjunto”.

En su folleto La Psicología del Hombre Económico escribe: “en el curso ordinario de la vida, en los sentimientos de los seres humanos de tipo común, el yo lo es todo, comparado con el cual, las demás personas, agregadas a todas las cosas juntas, no valen nada; y eso aceptando como quizás pueda serlo, que en un estado de extrema madurez de la sociedad se pueda encontrar, de vez en cuando, una mente de vastísima cultura y de amplitud de miras que bajo el influjo de un estimulo extraordinario, haga el sacrificio del interés de su propia consideración en aras del interés general… La virtud pública de esta naturaleza no puede considerarse razonable, porque se toma muy frecuentemente como ejemplo de locura” (XIX).

De esta tendencia, por ser humana,  no se libran ni reyes ni ministros sometidos al influjo de dos intereses distintos, público uno, privado el otro. A la larga “considerando la vida entera, no existe ni puede existir el ser humano en cuyo caso cualquier interés  público que pueda tener no haya sido sacrificado a su propio interés personal” (XI).

A pesar de estas limitaciones cree Bentham posible que la “economía política como arte de dirigir la industria nacional con la finalidad de hacerlo para su máxima ventaja” pueda a través de incentivos y desincentivos lograr la felicidad de todos. Para eso resulta necesario que la felicidad para la inmensa mayoría y a largo plazo esté en la “riqueza material” definida como capital o posibilidad de originar un flujo de bienes mayores que el desgaste de aquél: “La riqueza de cualquier comunidad es la suma de las partes de ella que pertenecen a sus distintos miembros. Toda riqueza es el  producto de la tierra y del trabajo obrando ya sea inmediatamente  o sobre algo que produzca la tierra… La riqueza considerada como flujo en períodos sucesivos, se denomina ingreso o renta” (Manual de Economía Política.2 Principios fundamentales) Bentahm, en última instancia y considerando la vida humana en su duración total y no puntual, convierte en equivalentes el deseo de felicidad y el de riqueza como capital fuente de ingresos y de bienes y servicios futuros. La manera de lograrlo a través de la economía política tomada “como arte ejercitable para quienes tienen en sus manos el gobierno de una nación” consiste en fomentar el incremento del capital de todos sus nacionales.

En la actualidad la Economía suele definirse como estudio del comportamiento humano encauzado a maximizar mediante el uso de recursos limitados   la satisfacción derivada de la producción e intercambio de bienes y factores en los mercados. Las reminiscencias benthamianas son visibles. En efecto, la definición normal de la Economía recalca una regla de comportamiento fundamental en la concepción de Bentham: los actos individuales en el área económica resultan de la tendencia humana a sopesar ventajas y desventajas personales y a optar por lo que nos ofrece mayor satisfacción,  mayor felicidad en el vocabulario de Bentham.

Gary Becker, uno de los grandes profesores de Chicago, acepta ese principio de decisión  pero lo generaliza para todas las áreas de comportamiento humano aun las no económicas, como el crimen, la droga, la educación, etc. Los seres humanos estamos programados para elegir siempre lo que nos parece más útil y su cálculo implícito se basa en la contraposición de costos y beneficios  expresables en equivalencia de precios de mercado. La economía como método de decisiones es de aplicación universal; no se limita a las llamadas “necesidades materiales” vale también para decisiones de estética,  moral, familia  o  religión aunque la elaboración de precios equivalentes a los de mercado resulte artificial. Sin estos equivalentes Becker sonaría como simple eco de Bentham doscientos años más tarde.

2. La felicidad como objetivo de la economía

Formulemos la hipótesis de Layard: aunque existe la tendencia del ser humano a buscar la felicidad en su conducta ésta  parece mínimamente correlacionada con el ingreso y la situación financiera; felicidad e ingresos van por caminos diferentes.

Esta tajante proposición probablemente no es válida para países como el nuestro donde una gran parte de la población vive debajo de la línea de la pobreza, unos 66 pesos diarios por persona. En una sociedad pobre pero sometida al impacto omnipresente de la publicidad consumista la satisfacción de las necesidades materiales mediante el ingreso y más a fondo mediante la capacidad de ganarlo, capital, reviste importancia prioritaria. Felicidad  e ingreso no envolverán realidades idénticas pero marcharán estrechamente unidas. Sin embargo, Layard presenta resultados comprobatorios de su hipótesis  que tal vez son aplicables a los sectores más pudientes de nuestra población. Recordemos también que buena parte de lo que hoy se ve en sociedades ricas puede convertirse, como escribió Marx, en espejo de nuestro futuro.

Ferrer-i-Carbonel y Fritters publicaron hace unos años en The Economic Journal los resultados de su investigación sobre cómo se podía apreciar empíricamente la felicidad -por gestos y preguntas sobre el nivel de satisfacción-  y por tres de sus posibles determinantes:  ingreso, relaciones familiares y salud. Resultado: a mayor nivel de ingreso menor el de felicidad; a mejores relaciones familiares (soltería, unión, matrimonio, divorcio) y a mejor estado de salud más elevado nivel de felicidad.

Layard  muestra el avance alcanzado en esta psico-economía que llevó a Kahneman, psicólogo, al premio Nobel de Economía. Los análisis de la actividad del cerebro y las manifestaciones de felicidad revelan que al experimentar sentimientos agradables hay más actividad en la parte izquierdo frontal del cerebro; en cambio sentimientos desagradables se manifiestan en mayor actividad del lado frontal derecho. Esa actividad puede identificarse y medirse mediante ondas cerebrales externas e internas (MRI, PET).

Obviamente estos resultados empíricos tienen que ser explicados. Layard expone los resultados de un estudio de 90,000 personas en 46 países en el que Helliwell  ha tratado de medir el impacto sobre la felicidad del grupo de siete grandes factores de felicidad previamente identificados en el Survey Mundial de Valores: relaciones familiares, situación financiera, empleo, amigos y comunidad, salud, libertad personal y valores personales.

Las correlaciones más estrechas se registran en orden de mayor a menor en: las relaciones familiares (divorciados, separados, viudos, solteros), en el empleo (desempleo, inseguridad del empleo) y salud. Las más débiles se registraron para “amigos y comunidad”, y “situación financiera” con índices respectivos  de 1.5 y 2  sobre 10.    

Colocado ante estos datos confieso un fuerte grado de resistencia interna a su aceptación. Se sabe bien que nuestros sentimientos varían de día en día y hasta de hora en hora según  actividad; una aproximación numérica “exacta” de su influjo sobre la realidad parece problemática por más esfuerzos que haga el investigador por aislar otros factores. Por eso hay que tomar con un grano de sal resultados cuantitativos aun de índole ordinal y no cardinal.  Una caída del ingreso personal de un  tercio, quedando constante el ingreso nacional, provocaría una disminución de felicidad de 2 puntos en una escala que va de 10 a 100; ciertamente una disminución pequeña de felicidad. Prescindiendo de siempre problemáticas mediciones numéricas hay que reconocer, al menos empíricamente, que el ingreso o la riqueza en países ricos no parecen ser el objetivo prioritario de los actos humanos. Sin duda Bentham creía otra cosa.

Aun concediendo que en sus tiempos (principios del siglo XIX) la pobreza en Inglaterra era apreciable y la generalización de la riqueza no existente, el postulado benthamita de la riqueza como objetivo de los actos humanos es problemático. Tal es el caso de los relacionados con el amor, la familia, el arte, la diversión… La tesis de Bentham con toda seguridad no pretende, sin embargo, afirmar una necesidad necesaria e incondicional de todo acto humano -su visión es más empírica que metafísica- sino una propensión, una tendencia de las personas adultas a buscar riqueza que imponen la necesidad o la moda y que no proviene de las capas más profundas de la personalidad.

Para juzgar serenamente a Bentham conviene, además,  recordar la inclinación general en todas las personas con actividades específicas a  generalizar la importancia máxima de su especialidad. La más sencilla reflexión nos enseña que para el economista, por ejemplo, resulta sorprendente y hasta chocante palpar cómo personas de amplia cultura y conocimientos profundos en otras áreas no caen en la cuenta de que su manera de pensar es “idealista” y totalmente separada de lo que para uno es la “realidad”.

En cualquier caso no podemos negar que postular la riqueza como objetivo de todo acto humano, no sólo del destinado a satisfacer las necesidades materiales,  parece pretencioso para los fines prácticos e indefendible en el estado actual de la investigación empírica. El economista-filósofo haría mejor en distinguir los actos “económicos” y los “humanos” y reservar para los primeros la prioridad de la riqueza o del ingreso. Aun así no dejaría de tratarse de una audaz afirmación ya que ingreso y riqueza bien pueden estar subordinadas a otros fines.

En lenguaje pseudo matemático no serían  propiamente una función objetivo sino una función de  función, o sea no serían función objetivo en sentido estricto: el deseo de riqueza y de ingresos estaría supeditado a otros deseos. Layard diría que habría que analizar los nexos que unen riqueza con otros determinantes no económicos de la “felicidad”.

Reflexión final

Una primera e inescapable conclusión para los economistas: no confundamos lo que puede ser objetivo de la actividad económica  con el objetivo de todo acto humano.

 Tenemos que irnos acostumbrando a una mayor modestia y no seguir pronunciándonos como si la vida humana se explicase primordial o principalmente por la economía. Esta es casi con seguridad una condición sine qua non, especialmente en países pobres, para una vida buena. Con alta probabilidad podemos afirmar que nuestras ideas y objetivos, nuestra cultura, tienen una correlación estrecha y positiva con el proceso económico. Marx tenía mucha razón al afirmar que las “superestructuras” estaban determinadas -no totalmente-, por el proceso económico, en particular por los modos de producción. El ser humano como individuo piensa y actúa de acuerdo al marco social de su comunidad dentro del cual figura necesariamente el esfuerzo por satisfacer las necesidades  materiales; a veces el proceso económico para lograrlo tiene una máxima prioridad factual. Decían los latinos “primero es ser que actuar”.

Sería deseable que los no economistas comprendiesen mejor la importancia de la economía para la felicidad.

Una segunda consecuencia es la reorientación de la política económica en el sentido de favorecer el crecimiento de los determinantes de la felicidad. Entre estos hay cinco que tradicionalmente se pueden conseguir mejor a través de políticas económicas coherentes: empleo y seguridad de conservarlo, salud, confianza institucional (confianza de la gente en los demás), libertad personal (calidad del gobierno medido por comparación entre la situación en Belorusia y Hungría) e ingreso. 

Tendemos a constituir en fines de política económica lo que son medios de carácter general muchas veces necesarios  para su consecución (estabilidad de precios, tasas de interés, tipo de cambio, equilibrio fiscal) y a descuidar la orientación concreta del gasto y de la regulación pública. El problema no es de racionalidad lógica -distinción entre fin y medio- sino de racionalidad teórico-práctica.

Por último, tercera conclusión, recordemos que si es cuestionable identificar  riqueza con felicidad, también lo es exigir que la felicidad se convierta en  objetivo único  de la economía. La felicidad es un estado de satisfacción con uno mismo y con los demás necesariamente multidimensional. Es mejor dejar actuar la pragmáticamente necesaria división de tareas científicas mediante abstracción de partes de la realidad que intentar una sola ciencia social de la conducta humana: la “felicidalogía”. Lo mejor es enemigo de lo bueno.

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