¿Cuál dominicanidad?

¿Cuál dominicanidad?

La discusión sobre identidad desconoce mayorías. Es trifulca arrogante entre logias. Los unos y los otros no sacuden sus prejuicios y ninguno quiere ser lo que es. Los rancios objetores de la nacionalidad siempre nos desprecian. Desde antes de “Cartas a Evelina” de Moscoso Puello, hemos sido la nada. La externalidad es una impronta. Encuestas y sondeos avalan la actitud. Queremos salir de la isla como si se tratara de una prisión aunque rotos los barrotes comienza la reafirmación nacionalista que nos salva. Caribe y taínos, mandingas y manchegos, carabalíes y canarios, bucaneros y filibusteros, galos, normandos, teutones, sajones, están en el ADN de una identidad insoportable, que irrita y se transforma.

Después del tiranicidio, gracias al éxodo por razones políticas y económicas, comienza la forja de la dominicanidad errante. El proceso ha sido indetenible. La identidad está en la factoría y la marketa, en la corner y el basemant, el drink y el subway, el taxi y el laundry. Es la filiación que aquí se pierde y allá se solloza y se preserva. A partir de los 80 las dominicanas ocupan las ciudades europeas. Conquistadores, conquistados. Ya no solo somos hijos de los barcos sino nietos de los aviones. El muchacho que grita en una esquina de la Saint Nicholas “ganó el licey, carajo”, la mulata que besa el piso del aeropuerto y dice: por fin aquí, qué bello mi país. La sesentona que regresa de Hamburgo y comenta: esa gente es muy aburría, nosotras le ponemos salsa. El bar- tender que en una cervecería de Boston pregunta: mami qué tu quieres? Prueba el sabor dominicano, expresan una dominicanidad fundacional, arraigada. Que nadie se atreva a endilgar veleidades fascistas al cocinero indocumentado, residente en alguna ciudad española, cuando dice: nosotros no cocinamos el arroz así o los dominicanos somos los mejores. Porque sí, porque existe un sentimiento nacional lejos de fundamentalismo y de xenofobia, de arbitrariedad y maldad, que nada tiene que ver con la esvástica ni con el ku klux klan. Un amor por lo nuestro que se transmite generación tras generación con el murmullo del barrio y la jumiadora del paraje. Está en el moro y los chicharrones, en la tisana y la yautía, en el romo y la cerveza. Dominicanidad alejada de las élites y de convivios liberales. Esa dominicanidad de chen chén y jengibre, de canto de gallo y arepa, de la vecindad bullangera y solícita que reza y canta cuando amerita. La de mofongo y sancocho, meneo y alboroto, dominicanidad de padres de la patria preteridos y difusos, de orgullo por algo o alguien, que inventamos para ir más allá del pesimismo y la decepción. Somos ese mestizaje tan prófugo como náufrago que esconde su origen o lo inventa, por eso no tiene defensa. La minoría prefiere la negación. Apátrida emocional, jamás coincidiría con la colectividad satisfecha con su hibridez y desparpajo. Opta por el coloniaje, pertenecer a un hato bastardo es inaceptable y bochornoso. Prefiere presumir de ancestros dudosos y de una blanquecina estirpe. Nada en común con esos connacionales ágrafos, devotos de la dominicanidad de anafe y fritura. Dejemos la fábula y enfrentemos la realidad. Nos desnacionalizamos cada día porque la minoría detesta el sambenito de dominicano. Le satisface reiterar nuestros defectos: El dominicano urbano no tiene iniciativa, haragán, gusta de la lotería, las armas y la política. El rural es inteligente, holgazán, pendenciero, valiente en ocasiones, ignorante siempre. La indolencia, la imprevisión, falta de amor al trabajo, son características para los dos. (op. cit). El gentilicio avergüenza. Identifica peloteros, mujeres prostituidas, capos de zaguán. ¿De cuál dominicanidad hablamos? ¿Qué defendemos cuando mencionamos la patria, si la propensión al anexionismo no se fue con Santana? Perdidos en reyertas sin sentido postergamos una tarea pendiente. Es un pleito de clase no de razas, es un revolú de intereses. Demasiado antifaz y confusión. En fin, parias somos nosotros no los otros.

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