Borges tiene una mejor frase sobre el concepto de identidad que la de “fragmentos de espejos rotos”. Dice también: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Colectivamente, hay naciones e individuos que no acaban de darse cuenta de quienes son. Lo clave es lograr un concepto de identidad que se enfoque en el presente solamente como punto de partida consensuado, ya que si por una parte somos todo lo que hemos sido y heredado como pueblo (cultura, tradiciones, memorias); y también las condiciones objetivas y materiales de existencia, económica y sociales (Marx); por la otra, somos también nuestros sueños y nuestras esperanzas.
El hombre ha buscado su identidad y auto comprensión histórica en doctrinas políticas y filosóficas imprácticas, infuncionales. Y en otras que no pasan de ser metas intermedias, instrumentales, como podrían serlo algunas versiones muy mejoradas del capitalismo o del socialismo. Pero el egocentrismo y la desorientación del hombre occidental han desacreditado a todas estas, especialmente porque ambos modelos societales (rivales) han sido desvirtuados por grupos hegemónicos. La sociedad occidental se encamina a situaciones caóticas, a verdaderos fracasos de sus filosofías sociales e individuales. En esta jungla darwiniana las influencias culturales, cuales fieras mercadológicas, compiten a muerte o se fusionan infinitamente entre sí, hasta la individuación absoluta; conduciendo a una identidad tan individual que termina haciéndonos extraños unos a otros; enajenándonos del sentido colectivo de pertenencia y, por tanto, diluyendo en vaciedad el concepto de identidad y pertenencia de grupo. El individuo termina siendo solamente idéntico sí mismo. Es decir, a nadie.
Ello crea una crisis de soledad espantosa, y una libertad y una falta de compromiso peligrosos en extremo; lo cual explica gran parte de la delincuencia de cuello blanco y de tipo común, y el cinismo de los poderosos. Diversos pueblos han tomado un hecho mítico o histórico como el momento de su fundación, o su independencia. Igualmente, otros acontecimientos importantes han obligado a redefiniciones de su ser nacional.
Los Diez mandamientos presentados por Moisés al Pueblo, nuestra Declaración de Independencia o la Constitución, pueden marcar el inicio de una nueva identidad, incluyendo un cambio de nombre y gentilicio.
Duarte tuvo excepcional clarividencia al proponernos una visión de futuro que se incluye la libertad como el valor supremo. Pero una libertad basada en la verdad revelada. Propuso, además, elementos claves como la igualdad entre los ciudadanos, independientemente de su condición social, sexo, origen o raza. Esta nueva identidad, duartiana, deja fuera determinados “retazos” culturales, hereditarios, y cualquier forma de sometimiento, exclusión y discriminación. Por lo cual, en su turno, ni independentistas, ni restauradores; como tampoco las presentes generaciones podemos construir la Identidad y el Proyecto patrios partiendo simplemente de nuestra “herencia cultural e historia”; a no ser desde Duarte, cuyo concepto de libertad que se mueve hacia el Bien Supremo, individual y colectivo, respecto del cual, identidad individual y Proyecto Nacional son inseparables. Extensibles, naturalmente, al género humano.