Cuál jefe, cuál hazaña

Cuál jefe, cuál hazaña

CARMEN IMBERT BRUGAL
«Un muchachito, que jugaba debajo de un gran árbol en el traspatio de la casa de Juan Tomás Díaz, pareció intrigado cuando un visitante le preguntó si fue en ese garaje donde descubrieron el cadáver del jefe. El muchachito contestó: ¿cuál jefe?» así concluye el libro «Trujillo». La Muerte del dictador. La conmemoración del tiranicidio provoca inumerables comentarios. Los opinantes interpretan, imputan, condenan, sin respetar pruebas documentales, testimonios, confesiones. La efeméride es excusa para trascender el antes, el durante y las consecuencias del 30 de mayo. Aprovechan la ocasión para destacar errores y culpas, subrayar flaquezas. Las imprevisiones son preocupantes. Cuarenta y seis años después, cada quien cuenta el cuento a su manera. Sustituir, por ejemplo, a Zacarías de la Cruz por Rufino de la Cruz podría ser una pifia ingenua pero, sin la corrección pertinente, el traspiés aumenta el cúmulo de distorsiones y así se reescribirá la historia.

De las mentiras proferidas, tres, por reiteradas, merecen atención. Primera: la presencia de un agente de la CIA, en el restaurante El Pony, ubicado en la Feria Ganadera, esperando el desenlace del complot, para informar a Washington. Esta especie es falsa, obedece al imaginario contemporáneo.

La casualidad determinó que el atentado se hiciera la noche del martes, 30 de mayo. No hubo agente en El Pony. Allí estaba el General Arturo Espaillat con su esposa. Lo escribe Bernard Diederich, Espaillat lo confirma en el libro «Trujillo: el último de los Césares» y lo repite su viuda. Segunda: el cadáver queda insepulto por la irresponsabilidad de los autores de la muerte. Falso, era requisito.

El grupo político, presidido por Juan Tomás y Modesto Díaz, exigía la evidencia para iniciar la segunda etapa del plan. Reiterar el infundio es desconocer el intríngulis del 30 de mayo. La permanencia del automóvil, cuyo baúl guardaba el cuerpo inerte de Trujillo Molina, en la marquesina de la casa de Juan Tomás Díaz, fue resultado de la imprevisión, no de la irresponsabilidad. Tercera: la rápida identificación de los conjurados demuestra delación.

Esa afirmación manifiesta un desconocimiento palmario del proceder del régimen, de la estructura urbana de entonces, del control oficial. La excelencia del servicio de inteligencia trujillista, desde su creación, apenas tuvo tropiezos. Los conjurados proporcionaron, de manera involuntaria, indicios útiles para cualquier investigador. Desde la pistola utilizada por Antonio de la Maza, y registrada a nombre de Juan Tomás Díaz, encontrada en el lugar del magnicidio, hasta la visita a la Clínica Internacional buscando asistencia para Pedro Livio Cedeño, las apruebas trazaban la ruta. Ninguno de los siete copartícipes era ajeno a la tiranía y entre ellos existían vinculaciones que permitían, establecida la identidad de uno, ubicar a los demás.

Cualquier persona que pretenda conocer lo ocurrido el 30 de mayo del año 1961 debe consultar «Trujillo. La Muerte del Dictador». Bernard Diederich aprovechó la flagrancia y redactó un documento invaluable. Cuando realizó la indagación no existían las interferencias trastornadoras de los hechos, las rencillas soterradas entre sobrevivientes y parientes, las disputas para acceder a la gloria.

 No había espacio, todavía, para ponderar el significado de pertenecer o no al Consejo de Estado, amar u odiar a Balaguer, inscribirse en la Unión Cívica o en el PRD, beneficiarse de las canonjías, apoyar la intervención armada de los Estados Unidos de Norteamérica, trascender de militar de la tiranía a revolucionario. Treinta años después de su publicación, el contenido del texto, no ha sido superado. La sagacidad del autor diseñó el perfil de personajes públicos imprescindibles en la vida política nacional, a partir de mayo del 1961.

El periodista neocelandés residía en Puerto Príncipe, se enteró de la muerte del tirano y enseguida abandonó Haití. En la República Dominicana, a pesar de los temores, suspicacias y dolores, inició el trabajo. Conversó con diplomáticos, con obispos, con viudas, huérfanos, allegados y amigos de los participantes en la trama. Habló con el sobreviviente de los ejecutores y el sobreviviente del grupo político, con periodistas, familiares del sátrapra, militares…El libro, más que una reseña, parece la secuela de un proceso de instrucción.

Corresponsal de la revista Time, Diederich no era compadre de ninguno de los involucrados, no aspiraba mando alguno, tampoco quería un lugar en el altar de la patria. Hurgó, escuchó, cotejó y escribió.

Todos le confiaron sus cuitas y la versión primigenia de lo acontecido. Muchos, después, prefirieron el silencio, arrepentidos de la espontaneidad y sus riesgos. Recurrir a ese documento es una opción, mientras aquellos que pretenden preservar la verdad histórica, decidan corregir dislates e intentar la difusión de los acontecimientos, sin remordimientos, omisiones, ni concesiones.

Presumir dolo en la validación de las falsedades nada aporta. Es necesario evitar la persistencia de los yerros. La directiva de la Fundación que representa a los descendientes y sobrevivientes de mayo, junio y noviembre del 1961 debe hacerlo. Si subsiste la tergiversación, muy pronto, la mayoría responderá como el muchachito de Diederich. Pero además de ignorar al «jefe», desconocerá la proeza de «la avenida».

Publicaciones Relacionadas

Más leídas