Los grandes logros de los seres humanos comienzan como simples sueños. Algunos sueños se convierten en proyectos, y algunos proyectos en realidades. Todo resultado valioso – material o inmaterial – debió primero ser imaginado por alguien.
En efecto, el poder de estas visualizaciones – imágenes de éxito, si se quiere – es innegable. De hecho, podría afirmarse que nuestros sueños nos definen. De ahí que sean tan importantes para nuestra realización personal y comunitaria.
Y de ahí que se conviertan en materia principal para la cultura financiera.
Uno de los primeros efectos que trae la incorporación de la cultura financiera a nuestra vida es, precisamente, una racionalización de nuestras aspiraciones, pues mejora nuestra comprensión de la naturaleza del bienestar y dejamos de tomar decisiones de consumo, inversión o compra basados únicamente en el ingreso.
Cuando nuestras apetencias no emanan de esta comprensión, tenderán a tener el tamaño de, por lo menos, la totalidad de nuestro ingreso. Incluso, si Dios no mete su mano, tendrán el tamaño de la suma de nuestro ingreso más nuestra capacidad de crédito. Y cuando esto sucede, ya lo sabemos, es casi imposible sostener el bienestar.
Igualmente importante es que separemos lo extraordinario de lo ordinario en nuestro estándar de consumo, siempre partiendo de la sana expectativa de que el bienestar sucede con la cobertura de las necesidades básicas de nuestra comunidad. Cuando lo extraordinario y lo ordinario se mezclan, tenderemos a aspirar más de lo que podemos sostener.