Cualidades deseables de los políticos y de los partidos

Cualidades deseables de los políticos y de los partidos

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
La deseabilidad y más aún la indeseabilidad de cualidades supone una métrica normativa. La normatividad a su vez puede nacer o de una cosmovisión de carácter general y universal o de su aceptabilidad o inaceptabilidad social en un tiempo y lugar determinado. Tanto el tiempo como el lugar pueden generalizarse a un grupo de países, América Latina a fines del siglo XX por ejemplo, o restringirse a un muy concreto lugar y año: la República Dominicana en este 2005.

Sería largo el trabajo y reducido el índice contentivo de  normas universales en el campo de la política y  nunca faltarán quienes exijan una mejor justificación filosófica  o al menos reclamen más matices de los items sugeridos lo cual equivaldría a la muerte de la política o seguramente de la Realpolitik simplificadora inigualable de la complejidad social en nombre del realismo pragmático.

Pero tampoco parece decente que por dudar racionalidad y exactitud a los enfoques normativos acabemos  dejando que cada político haga lo que mejor le parezca o más probablemente lo que mejor le convenga.

Tratemos entonces de lo que famosos y reconocidos pensadores opinan sobre la deseabilidad de algunas cualidades de políticos y partidos, basados en la esperanza de que la crítica intelectual refleja en hondura el sentido común popular, gran decantador de lo que más nos conviene.

Veamos entonces lo que de los políticos dice Max Weber, de la política  Ottone en Chile y en España Felipe González, Rawls  y Buchanan de la raíz moral de las instituciones. En sus opiniones probablemente encontremos respuesta a  nuestros mejores deseos.

Cualidades deseables  de los políticos

Weber, profesor de inmenso prestigio que se atrevió a pedir al Jefe del Ejército Imperial, el mariscal von Hindenburg, sublevar al ejército para deponer al Kaiser Guillermo y concertar la paz,  expuso su parecer  sobre lo que debe ser un político a tiempo completo: dedicación a una causa nacional no personal ni puramente partidista, sentido de proporción entre ideales y realidades y aceptación de su responsabilidad respecto a las consecuencias de sus decisiones.

a) La dedicación a una causa de envergadura, hoy diríamos a un proyecto de Nación, exige una voluntad política creyente y apasionada en lo que se refiere a la energía y al tiempo. Esta dedicación no es emocional sino fruto de  convicciones personales.

Indeseable es un político que tiene como causa y meta fundamental, la satisfacción de vanidad que dan la apariencia de poder social al status o al enriquecimiento. El ideal es el bien común, tan de evasiva concretización pero  no puramente el personal. Esto no significa, por supuesto, que no asedien al político profesional las tentaciones del poder y de la riqueza; pero si ellas se convierten en el norte de su  actividad el político se hace  peligroso e indeseable.

b) La causa del político y su seguimiento implica sentido de la realidad definida como posibilidad de los medios para alcanzar el fin. El fin es la estrella polar de su actividad pero ésta debe no sólo aceptar sino reconocer la dinámica de una sociedad y la segura oposición de muchos sea por intereses económicos  sea por razones ideológicas, morales o religiosas. El político deseable buscará siempre acercarse al ideal nacional que lo anima pero aceptando que otros piensan o actúan de otra manera y que sus decisiones tienen que ser tenidas en cuenta sin ser avasalladas.

Indeseable es una política centrada únicamente en fines últimos (tipo “sermón de la montaña”) porque será intolerante con quienes buscan otros fines y no vacilará en eliminarlos coactivamente no sólo de obra sino también de palabra y de discurso. La justificación de la intolerancia difiere por su ideología, desde pretendida incapacidad del adversario político para gobernar eficazmente hasta utopías fundamentalistas, pero siempre significa conculcar los derechos de los demás. La división de poderes con real independencia del poder judicial   y acatamiento a las leyes no es sólo  un imperativo para equilibrar los poderes del Estado sino para disminuir toda concentración de elementos coactivos que dificulte el respeto a disentir de los ciudadanos.

c) La aceptación de la responsabilidad por parte de un político respecto a todas las consecuencias que acompañen en el futuro sus decisiones actuales es resultado natural de dos realidades: capacidad del político para afectar el futuro y extrema complejidad  de una sociedad democrática. El político se hace garante de un futuro que no puede dominar; nada más justo que achacarle el éxito o el fracaso de su políticas.

Lo opuesto a esta aceptación de todas las consecuencias del quehacer político es darse a la poca fecunda y en realidad primitiva tarea de achacar sus inconvenientes o fracasos a los tiempos, al poder de los Estados Unidos o a pasados gobiernos aun cuando estos factores sean parcialmente verdaderos.

La única manera de conjugar dedicación a una causa y responsabilidad es la intuición serena y objetiva de la naturaleza y sentido de las principales fuerzas económicas y morales que actúan sobre los políticos.

Tanto la proporción entre realidad  e ideal como la aceptación de responsabilidades exigen en el político el cultivo sistemático de cierta distancia entre él y las personas de su entorno. Sólo así se puede evitar el doble escollo de la entrega a los amigos y del odio a los enemigos. Sólo así existe la esperanza de una liberación mínima de intereses personales. Sólo así se puede aspirar a discernir el peso específico del ideal y de las realidades.

Conclusión sobre los pecados mortales del político profesional, el que vive de la política: falta de objetividad, falta de responsabilidad, falta de causa importante para los miembros de una sociedad.

Cualidades deseables e indeseables de la política y de los partidos

Partamos primero de la opinión de Ottone sobre lo que hoy es política deseable e indeseable en Chile. Oigamos después a Felipe González hablando de lo que él hizo como Presidente del Gobierno español. Ambos países estaban divididos profundamente a lo largo de ideologías mutuamente irreconciliables. Ambos países parecen haber llegado a un acuerdo sustancial sobre cómo debe ser una política deseable y posible sin exacerbar las diferencias existentes.

a)Antes de discutir cómo logró Chile gobiernos estables aceptados por una gran mayoría reflexionemos sobre la situación actual del sistema imperante en América Latina, la democracia política.

La opinión pública proclama que en los procesos de ajuste y de reorganización  para adaptarnos a las demandas de la globalización quienes pagan las crisis son los de abajo mientras campean políticamente elites corruptas. La reacción es el incremento de posiciones nacionalistas y extremas, por una parte, y el descrédito de gobernantes y partidos, por otra parte.

Son innegables fenómenos masivos de exclusión social, de extensión de una economía criminal generada por el narcotráfico y por la corrupción y la tendencia sobre todo en “los medios” de acentuar la política como espectáculo y de aupar la sociedad civil sobre la política. Ottone denomina esta última tendencia “doxocracia”, poder de la imagen, pero reconoce que en el fondo tiene sólida explicación porque  la calidad de la oferta pública no satisface la demanda ciudadana de más institucionalidad, mejor justicia, mayor seguridad pública y mejor administración de la cosa pública.

La “democracia mínima”, la que ciertamente tenemos, a pesar de sus inmensa ventajas de poder destituir en tiempos fijos a gobiernos que la mayoría juzga ineficientes y  de respeto a las minorías que pueden convertirse a través del voto en mayorías, no basta para legitimar el sistema político.  

Surge entonces la pregunta sobre la política deseable, sobre una “democracia exigente”.

b)En Chile la dictadura, dice Ottone , generó varios efectos no buscados. Uno de ellos , quizás el más importante y novedoso “fue que en vez de destruir la izquierda generó dos izquierdas” : la “radical” y la “democrática liberal  incluyente” de la socialdemocracia  unida a la democracia cristiana.

La izquierda radical minoritaria espera todo de la política y nada de los mercados, es ferozmente contraria a los mercados y su discurso de toma y ejercicio del poder es violenta en teoría y a veces en la práctica.

La otra alternativa, la democrática incluyente, tiene, y sigo a Ottone, las siguientes características: 1) el Gobierno es elegido como resultado de la libre elección de los ciudadanos; 2) mantiene los mecanismos de los mercados como forma esencial de asignación de recursos; 3) pero implementa de modo gradual pero perseverante políticas públicas encaminadas a la inclusión de la mayoría de los ciudadanos en los beneficios del crecimiento, especialmente mediante una política fiscal redistributiva; 4) y busca o crea establecimientos de mecanismos de negociación y consulta  con  los actores sociales buscando la elaboración de políticas mediante un consenso con los representantes de los distintos grupos de interés   existentes en la sociedad.

Esta democracia exigente sólo es posible y deseable, dice Ottone,  cuando los partidos ganan la confianza del público en base a : 1)  capturar la diversidad de intereses y opiniones; 2) generar cohesión social en base a más gobierno de las leyes y menos gobierno de los hombres; y 3) comprometerse en la práctica con la reducción de las desigualdades. Para eso los partidos políticos tienen que optar por programas graduales y perseverantes de reformas económicas, sociales y políticas incluyentes de todos los grupos sociales.

Los partidos políticos son indeseables cuando se muestran intolerantes con intereses y opiniones contrarias u opuestas,  se consideran depositarios exclusivos y eternos del poder y practican una retórica orientada a la eliminación de clases, ideologías y partidos  opuestos.

c)España como Chile, y quizás más, es un país profundamente dividido por ideas radicalmente  opuestas: clericalismo versus laicismo; conservadurismo frente socialismo; derechas contra izquierdas.

En ese ambiente Felipe González, cacique de la tribu de izquierdas, postuló un nuevo marco para unir al país sin acentuar sus divisiones ideológicas. Esencial para lograrlo fue que los partidos dejasen de discutir sobre fines últimos del ser humano y de la sociedad. No porque esta discusión no importe, es lo más importante que uno puede hacer, sino porque esa no es tarea de la política sino la de lograr un apoyo general a metas aceptables para todos.

Felipe González emprendió una política tolerante de ideologías diversas y opuestas centrada en fines generales (no últimos) donde ni ciudadanos ni partidos registran desacuerdos importantes aunque sí en lo que toca a medios para conseguirlos. Habrá entonces quienes voten en contra de los medios pero no muchos lo harán contra los fines que servirán de base a un consenso estratégico que trascienda los términos de su gobierno.  González animal pragmático eligió sólo tres fines (un  consenso sobre más de tres fines es demasiado complicado): creación de capital humano por educación y salud, construcción de infraestructura física, e incentivar la seguridad nacional para que los españoles ahorren e inviertan en instituciones españolas.

La receta de Felipe González sobre las características que hacen deseable a los partidos son fáciles de resumir:  respeto a posiciones sobre el sentido último de la vida y de la sociedad, por una parte,  y proyecto nacional limitado a tres temas: capital humano, infraestructura física y financiación nacional, por otra parte. Sobre este proyecto fue posible  buscar un consenso que incluya a todos.

Parece que esta no es la receta vigente en nuestros partidos. Parece que ellos están más interesados en desprestigiar posiciones de otros que buscar una estrategia compartida de crecimiento y distribución de la riqueza vía aumento de las capacidades de las personas y de los grupos. Reproducimos en pequeño, porque las discrepancias son más de intereses económicos y políticos que de concepciones últimas de la vida, la tragedia divisoria que ensangrentó a  Chile y a España en el siglo XX.

Las sociedades injustas

Dos visiones complementarias: Rawls, Buchanan. a)El análisis de Rawls en su sugerente y profundo estudio sobre la moral de los grupos sociales arranca de la capacidad intelectual del ser humano para apreciar la desigualdad social entre los miembros de una sociedad y de su sinceridad moral en aceptar que personas en muy inferior situación tiendan a considerarse injustamente tratados. La persona moral está dispuesta a oír la queja de quienes están peor que él y a discutir el principio de acuerdo al cual  se sienten discriminados (igualdad de todos los seres humanos, desigualdad de la dotación inicial de recursos o de capacidades, derechos humanos, votación como método para resolver conflictos…).

b) Una vez aceptado un principio éste debe tender validez ahora y en el futuro cuando llegue  el turno a la discusión de si las quejas presentadas son justificadas, de acuerdo al principio convenido y de aceptar la decisión  ventajosa o desventajosa.

De hecho Rawls propone tres principios de convivencia social para dirimir conflictos: máxima libertad individual, prioridad del bienestar de los menos iguales (ricos, educados…),  e igualdad de acceso a cargos públicos en igualdad de circunstancias.

Lo interesante y lo altamente inquietante es la conclusión de Rawls: una institución, una sociedad son justos si y sólo si sus miembros muestran un compromiso firme e indubitable con el principio acordado para resolver diferencias.

Ejemplo: si la mayoría de los miembros de una institución importante como los partidos políticos favorece el principio sólo cuando le conviene (por ejemplo dirimir diferencias sociales por votación mayoritaria) pero en la práctica lo rechaza cuando no le conviene,  la institución es injusta en cuanto institución, y si ésta es la situación que enfrentan las instituciones principales de un país el país es institucionalmente injusto, aunque los ciudadanos en el campo de sus obligaciones diarias se comporten moralmente, porque carece de principios reales para resolver conflictos de la sociedad.

b) Buchanan, premio Nobel de Economía y campeón de la Economía Institucional declaró  sorprendentemente en 1998 que la ordenación socioeconómico-cultural en el siglo XXI exigiría de los economistas convertirse en algo así como filósofos morales porque el reto no sería primordialmente ni económico ni político  sino moral. El ethos del nuevo orden mundial tendrá que ser, para satisfacer las necesidades de una sociedad, de ordenación moral entendida como la disposición de los ciudadanos a incorporar intereses colectivos a los familiares y personales. Para eso no bastan reformas institucionales, estilo OMC o CAFTA-RD, por importantes que son. Las reformas institucionales no crean por sí mismas una cultura solidaria que facilite su aprobación y ejecución. En el fondo sin lo que él llama un “espíritu” las reformas estructurales tienden a ser frágiles.

Lo mismo dijo Max Weber al hablar del capitalismo moderno: sus valores y normas de conducta brotaron de una raíz religiosa, el Calvinismo, pero esa raíz se ha secado. ¿Qué y cómo injertar al tronco social?

Carlos III, monarca español, ilustrado,  religioso y racionalista, forzó en los 1770 la conversión de el sistema gremial de seguridad social de los gremios y cofradías nacido de fuentes religiosas y solidarias a otro de naturaleza laica y racional: el de los monte-píos (entre nosotros montes de piedad). El olvido del espíritu religioso sería funesto: banquetes y fiestas socializadoras sustituyeron las novenas y las procesiones. Pronto se notó que los costos aumentaban y la capacidad asistencial disminuía. La  moraleja no es mantener a toda costa instituciones sociales religiosas sino recordar que las bases culturales de la solidaridad social se secan y que éstas  no se recrean con sólo instituciones por bien intencionadas y financieramente equilibradas que sean.

Entre nosotros  Hostos estimaba que un espíritu cívico racionalista vivificaría un nuevo orden sociopolítico. Meriño pensaba distinto: se negaba a aceptar que se estaban secando las raíces de una religiosidad popular y abogaba por urgir sus normas por la fuerza. Ambas corrientes cívicas conservan  cierta vigencia.

Confieso que no sé ni qué ni cómo crear una nueva cultura de solidaridad.

Tal vez ésta, aun en estos tiempos de consumismo tardío, se pueda levantar sobre el desprendimiento temporal y atención a los de debajo de parte de los líderes políticos de la sociedad, donde figuran ustedes también. Tal vez.

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