En pleno siglo XXI, ser una persona negra, con labios gruesos, nariz con fosas nasales grandes o cabello afro o crespo, todavía puede ser una sentencia no escrita de duda, desconfianza o difamación. Eso es lo que ha vivido recientemente el joven diplomático dominicano, Harold Zances Mojica, a raíz de su reciente nombramiento como consejero de la misión permanente la Organización de las Naciones Unidas (ONU), víctima de una campaña mal intencionada que pretende poner en tela de juicio su origen —no por méritos ni por conducta— sino por su fenotipo.
No se trata de un hecho aislado ni anecdótico. Es, más bien, el reflejo de un clima cada vez más tóxico en el discurso público, donde el odio racial se disfraza de “debate ciudadano” y la intolerancia se esconde detrás de supuestas “preocupaciones legítimas”. Pero lo que está en juego aquí es mucho más grave: es la criminalización simbólica de ser negro y el intento de redefinir la dominicanidad bajo criterios racistas y excluyentes, señores y señoras difamadores: !Los dominicanos también somos negros!
Y sí, escribo esto consciente de que me arriesgo —una vez más— a ser atacada. Pero soy necia. Aquí vamos de nuevo. Porque el silencio también es una forma de violencia.
Zances Mojica, hijo de padres dominicanos, es egresado honor magna cum laude de la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad del Caribe (Unicaribe) y cuenta con un postgrado en Negocios y Relaciones Económicas Internacionales por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Además, posee un máster en Administración Pública con especialidad en Dirección Pública en Barna Management School y domina, aparte de su lengua materna, el inglés y francés.
Esta solo es otra evidencia del racismo que se niega, pero se ejerce. La sociedad dominicana ha convivido durante siglos con un racismo estructural profundamente arraigado, muchas veces negado o maquillado con eufemismos como “clasismo”, “problema cultural” o “defensa de la soberanía”. Sin embargo, cuando se ataca la legitimidad de un ciudadano dominicano por el simple hecho de ser negro, estamos ante una expresión directa de racismo.
Pretender que un hombre en este caso concreto no puede representar al país ante las Naciones Unidas porque su aspecto físico no encaja con una idea preconcebida de lo que es “ser dominicano”, no solo es ofensivo: es peligrosamente retroceder a tiempos en los que el color de piel definía el valor, la capacidad y la pertenencia de una persona.
La piel como amenaza
En el contexto actual, los discursos de odio encuentran un terreno fértil en redes sociales, de forma anónima y espacios donde la desinformación se propaga con facilidad. Así, cualquier persona negra que ocupe una posición de poder o visibilidad se convierte en blanco fácil de campañas de desprestigio.
Hoy le tocó a un diplomático, ayer les ha tocado a muchos, sino pregúnteles a nuestros atletas. Mañana puedes ser cualquiera. Todos y todas corren el riesgo de ser deslegitimados, señalados o incluso agredidos simbólicamente por el único delito de parecer “demasiado negros” para algunos.
Lo más alarmante es que muchos de estos ataques se presentan bajo el paraguas del “patriotismo” o la “defensa de la nación”. Pero no hay nada más antipatriota que excluir a los propios ciudadanos por su aspecto físico. No hay nada más ajeno a la verdadera dominicanidad que la intolerancia. La historia, la cultura y la sangre del pueblo dominicano están profundamente marcadas por la herencia africana. Negarlo es negar una parte esencial de lo que somos
Hay una pregunta que debemos hacernos como sociedad: ¿qué tipo de país queremos ser? ¿Uno que celebra su diversidad y garantiza igualdad de derechos para todos sus ciudadanos , o uno donde la ciudadanía se convierte en un privilegio reservado para quienes encajan en ciertos estereotipos raciales o sociales?
El caso de Harold, quien irónicamente ha defendido las políticas migratorias implementadas por el gobierno dominicano ante foros internacionales, no debería ser una excepción escandalosa, sino una alarma urgente. Hoy más que nunca, es necesario desenmascarar los discursos de odio y exigir a las instituciones que actúen con firmeza frente a la discriminación racial, venga de donde venga. Ahora me pregunto, ¿Quién repara el daño reputacional de Harold? ¿habrá consecuencias?
La defensa de la dignidad no puede ser selectiva. Defender a una persona negra atacada por su color de piel no es solo una cuestión de empatía: es una responsabilidad ética y democrática.
Como ciudadanos, como periodistas, como académicos, como funcionarios, como seres humanos, no podemos permitir que el silencio nos convierta en cómplices de una narrativa que excluye, hiere y mata simbólicamente a quienes no se ajustan al molde del racismo cotidiano.