Cuando baila un buen merengue

Cuando baila un buen merengue

COSETTE ALVAREZ
No necesariamente se es una persona culta por el hecho de mostrar cierto gusto por la música clásica, ni persona fina por un falso gusto por la mal llamada música semi clásica (en realidad popular, lenta e instrumental). Tampoco se considera obligatoriamente romántica a una persona por su afición a los boleros.

Podría escribir un tratado al respecto, por los tantos compositores, músicos, trovadores, bohemios y demás, de quienes podemos decir con facilidad que nunca quisieron a nadie, eso sin contar los desalmados, violadores, abusadores, adictos, corruptos y de todo, con un gusto musical aparentemente –y hasta realmente– exquisito.

Hay gente que ama y gente incapaz de amar, independientemente de la música que prefiera. De los que aman, cada cual lo hace a su ritmo. Desde luego que bailar es un deporte, un arte, y siempre es agradable entre amigos y amigas, familiares, vecinos; pero, también es un preludio insuperable cuando hay atracción, flechazo.

Entonces, dejémonos de hipocresías, que con un hombre que recite y se sepa las letras de todos los boleros «no se va al mercado». Bailando bolero, cualquiera aprieta, no tanto por un arranque de romántica pasión, sino para evitar una caída, un mareo. ¿Cómo puede una mujer que se respete tener amores con un hombre que no sepa bailar merengue, un hombre sin salero, sin tumbao, sin cadencia, sin imaginación ni gusto para alternar los pasos y las vueltas? ¡Ay, qué va!

Conversando con una amiga, caí en la cuenta de que no hay un solo bolero en la lista de canciones que me amargan, que me traen recuerdos del pasado, ni anhelos del futuro. Siempre me enamoro a ritmo de merengue, empezando por mi teoría, ampliamente demostrada en la práctica –con sus excepciones para confirmar la regla– de que un hombre que no sepa bailar merengue bien, probablemente no domine ciertas técnicas indispensables para consolidar y mantener el enamoramiento.

No hay forma más segura de conocer la personalidad de un hombre que bailando unos cuantos merengues con él. Ahí mismo ve usted si el tipo está concentrado en disfrutar del baile poniéndola a usted a rezar para que la pieza no se acabe o que la otra empiece de una vez; o si el hombre sólo quiere que lo vean, preferiblemente dejando claro que el que baila bien es él, y ni la mira por estar pendiente del escrutinio ajeno; entonces, ya usted puede estar segura de que ése es de los que sólo completan su eyaculación cuando le cuentan a alguien que tuvieron sexo con usted, a veces sin tenerlo, pero dejando la impresión de que lo tendrían. Y así por el estilo. Créame que bailar merengue es el mejor detector de caracteres que se haya podido inventar. Que si de casualidad los olores del cuerpo funcionan en usted como un afrodisíaco, cuadró.

Cuando vaya a una fiesta, póngase a observar las parejas. En pocos minutos usted sabrá, con escaso margen de error, el tipo de relación entre los componentes de cada pareja. A simple vista, se notará si están acostumbrados a bailar juntos, si están peleados, si hay una situación de celos en el ambiente, si están aparentando que todo anda bien, si uno de los dos está ansioso/a pensando que quizás después de la bailadita le salga algo que lleva tiempo esperando y no ocurre,…

Si no me cree, note cómo han cambiado las relaciones amorosas hoy en día. En mis tiempos, aparte de merengue, se bailaba guaracha y, temporalmente, la mangulina («Si acaso me ven a Manolao, díganle que yo lo quiero ver. Le mandé un mandao con su mujer, pero a él no lo he podido ver»). Hasta cuando nos separábamos de la pareja para hacer unos pasitos, nos mirábamos de frente, sonreíamos, seguíamos unidos en la corta y breve distancia. Pero ahora, en tiempos de bachata, salsa y reggaetón, las relaciones son salvajes, violentas.

Es que una cosa trae la otra. Aparte de los desagradables cambios de ritmo, incluso en el merengue mismo, que se ha puesto imbailable, las historias que cuentan las canciones, que ahora las llaman líricas (nada más absurdo), juegan un papel determinante en el impacto, la secuela que deja el baile en un ser viviente.

No se parece en nada bailar al ritmo de «Cuando baila un buen merengue, qué bonita es, cómo baila esa morena, y cómo mueve los pies», o de «Oye, Feliciana, no seas tan celosa, que yo a ti te quiero sobre toa la cosa. Si he tenido amores que han dado la talla, como tú ninguna, linda Feliciana», que nos llevaba a creer, por un instante, que la escribieron para nosotras, a bailar «Me gusta la gasolina, dame más gasolina», aunque nos guste la gasolina y queramos más, mucha más.

Felizmente, casi todos y todas de mi generación ya nos habíamos enamorado, digamos que irremediablemente, cuando llegó la época de «La Fosforera» (lo que no nos impidió sucumbir a la cautivadora sonrisa de Luis Ovalles) y Aramis Camilo con su «qué usted cree que le veo», y miren que me gustaban otras de sus producciones, especialmente «La Varita», que envié a un poeta dominicano en los Estados Unidos cuando su esposa abandonada con dos niñas me contó del braguetazo que dio por allá, o Bonnie Cepeda con «La asesina volvió, she came back, she came back» que obsequié a mi loco, por haberse dado el bombo de decir que yo quería matarlo.

Dioni Fernández redimió esa época. ¿Recuerdan «La Mina»? Sólo Dios sabe las vueltas que he dado buscando ese disco y no lo encuentro en parte. Aquí podría narrar una historia de amores con un tipo que bailaba con un truño que le doblaba la esquina y, efectivamente, «como caminaba, cocinaba», ratificando mi teoría de los embarazos como producto de técnicas imperfectas. Pero, lo dejaré para después, cuando encuentre las palabras adecuadas para escribirlo sin ofender a los puritanos, él mismo incluido. ¡Tan buen merengue, caramba!

Me detengo hace veinte años, porque el espacio termina. Continuaré, porque nunca ha faltado un buen merengue para enamorarse. Mientras, disfrutemos de Los Paymasí ¡con sabor!, o demos un cruce por El Sartén. Y enamórese al ritmo que más le guste. Eso sí, no deje de amar.

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