El martes al anochecer, releía la Caída de la Casa Usher, de Edgard Alan Poe. Es un relato que, a pesar de su contenido tan misterioso, a mí me apasiona. Por eso ya he perdido la cuenta de las veces que lo he leído.
Poe, que a pesar de ser un alcohólico empedernido y de sufrir unos estados emocionales tan complejos, tuvo que ser colocado en la cumbre de los grandes prosistas del Siglo XIX.
Pero el martes, aun estando tan ajeno a todo por mi profunda concentración, tuve que prestar atención a la conversación que se produjo entre dos niñas adolescentes.
-Vamos allí-invitaba una mientras permanecía parada frente a la casa.
-No puedo-le respondió la otra mirando desde los barrotes del balcón.
-¿Por qué?
-Sólo podré salir cuando cumpla los dieciocho años de edad.
-¿De qué estás hablando? Anda que te estoy esperando.
-Entiende, es que mis padres me han dicho que saldré sola a la calle cuando tenga esa edad. Lo siento pero no puedo.
La jovencita de la calle, que llevaba puesto unos pantalones extremadamente cortos, una camisa negra descotada y tenis blanco, terminó por rendirse. Se marchó.
Quitó la vista de todo y se concentró en un Smartphone que sostenía en la mano derecha.
Con un andar decidido, ella, que a mi percepción rondaría los once años de edad, se alejó hasta perderse de la vista.
Me imagino que iría a encontrarse con el grupo de jóvenes que todos los días, al caer la oscuridad de la noche, se sienta sobre las barandas de un pequeño puente próximo al residencial.
Es un lugar al que la luz de las bombillas llega muy tenue y donde la fronda de los árboles produce una sombra pesada.