No es posible reducir la complejidad del mundo material y espiritual al limitadísimo lenguaje humano, por sofisticado, analítico, filosófico o científico que este sea. Filósofos y cientistas no tienen otro remedio que pensar, analizar y entender en base a abstracciones, conceptos, modelos causa-efecto simples o complejos.
Son loables, desde luego, los esfuerzos y logros de estos sabios de todas las ramas del saber humano.
Las mayores complicaciones suelen venir, sin embargo, cuando se tratan de extender sus conocimientos de laboratorio y biblioteca a la realidad de afuera.
Pero Dios, en su infinita benevolencia, provee otros elementos para que los humanos nos manejemos con menor cantidad de roces, conflictos y resquemores, como el amor, amistad y otras fórmulas empáticas y relacionales que, cual sinovia, suavizan la interacción entre nosotros.
Por ello abunda el afecto, la creatividad, la poesía y otras formas artísticas cuya creatividad nos hace sentir como que entendiésemos y estuviésemos de acuerdo.
El Señor también ha provisto la suerte o azar, para favorecernos sin que nos demos cuenta, no sea que lo acusemos de ayudar a los malos. Hábilmente, los sabios se lo han apropiado llamándolo “probabilidad”; concepto desarrollado en base a series de proporciones, según las cosas suceden con mayor o menor frecuencia, bajo circunstancias supuestamente conocidas.
Pero para los que no se tienen suerte con las probabilidades, nuestro Dios ha provisto “el caos”, fenómeno clave que solo recientemente empezamos a analizar, desconociéndose aún su potencialidad y practicidad. El caos, equivalente a desorden, con ausencia aparente de causas y efectos, es cosa poco entendible y menos manejable.
En otros planos existenciales, en la cotidianidad del hombre común, sin la menor sospecha de la teoría del caos, tienen lugar acontecimientos que dan cuenta de que estas gentes corrientes, “sin conceptos”, realizan conductas que testimonian que ellos manejan a su modo ciertos asuntos relativos al caos.
He insistido en el suceso en la iglesia de Yamasá, según el relato versificado de Juan Antonio Alix; y en el asombroso caso de la gobernadora de provincial que deshizo una huelga con un increíble gas intestinal que, como dirían los sociólogos más rigurosos, “rompió los marcos de referencia conductuales” de los huelguistas, desconcertándolos, paralizándolos y desbandándolos.
Increíblemente, cada día, en medio de esta “pujante” sociedad nuestra, dirigida por políticos, economistas y administradores habilosos, nos encontramos con gente común que de algún modo “sabe” que solamente mediante situaciones caóticas (acaso precipitadas por algo o alguien), pueden ellos alcanzar objetivos vitales.
En este accionar son expertos los transportistas, los inefables motociclistas, y demás hijos de vecinos que, contra toda ley, sentido de vecindad y orden, se apropian de aceras y espacios públicos, en las que instalan talleres, fruterías y friquitines.
Lo sensacional es, no obstante, que ese “caos” es un mecanismo que redefine relaciones de poder y propiedad. Como si Dios proveyera cuando las instituciones del Estado, y el amor y la justicia “cristianas” convencionales no funcionan; y que analistas y especialistas del sistema, no logran entender desde sus ideologizados y recalcificados esquemas legalistas y cientificistas.