Nunca olvides, cuando vayas a una Eucaristía, congregación o culto donde se proclame el Evangelio, que ¡el charlista es Jesús! Haz memoria de la gente que te ha marcado espiritualmente y te pasará lo mismo que a mí: sentíamos que, a través de esa persona, el mismo Jesús de Nazaret nos salía al encuentro para abrazarnos e invitarnos a caminar con Él como discípulos.
Hoy, Jesús, en Juan 15, 1 – 8, nos da una charla acerca de cómo debe ser nuestra relación con Él: se trata de permanecer. Una cosa son las conferencias que nos dan, un libro que leímos, una ceremonia a la que asistimos “para cumplir”. Otra cosa es permanecer.
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Permanecer es dejar que lo de adentro de Jesús se haga vida en nosotros. Lo de adentro de Jesús fue el amor del Padre. “Como el Padre me ha amado así los he amado yo a ustedes”. Esa es la savia que le camina por dentro a Jesús, un amor que consolida su originalidad y le atrae a su plenitud.
Pasa en nuestras ciudades: una vez al año por lo menos, podan de manera salvaje árboles más hermosos y útiles que muchos turpenes. Las ramas cortadas quedan apiladas durante semanas a sus pies. A veces, cuando el viento las bate, las ramas vivas se agachan como si quieran besar a sus hermanas muertas. Se van secando. Son cadáveres sin dolientes.
Si no permanecemos en Jesús, somos ramas cortadas y así, cuando hablemos, la gente lo que va a escuchar es nuestra pobre palabra, nuestros raquíticos esquemas y esperanzas de vuelo corto.
Permanecer es una amistad vital, que se expresa en una oración marcada por lo que quiere el Señor. El permanecer nos transforma en transparentes, fructuosos y con el tiempo, hasta llegaremos a ser discípulos.